Dicen los cínicos que los pactos de Sánchez con Puigdemont no rompen España. Es posible que no la rompan, pero profundizan en su desarticulación hasta dejarla irreconocible, e intensifican las diferencias de derechos y obligaciones de los ciudadanos españoles en función de dónde vivan.

Incluso hay quienes hablan de un “bloque progresista” en el que incluyen al PNV y a Junts per Catalunya. Pero hay que tener la cara muy dura para considerar progresista a un partido que apela a “Dios” y a las “leyes viejas”, y a otro que reivindica “los derechos y las libertades perdidas en 1714”.

No hay ningún problema en que se pueda hablar en euskera, en gallego o en catalán en el Congreso, en Bruselas o en la ONU. El problema es que en Cataluña los niños siguen sin poder recibir ni siquiera un 25% de las clases en español, pese a que es la lengua propia de la mayoría de los catalanes. El problema es que todos (o casi todos) los rótulos en las vías públicas en Cataluña y todas (o casi todas) las comunicaciones oficiales en esa comunidad ignoran sistemáticamente a los castellanohablantes. El problema es que la ley de banderas se incumple permanente e impunemente en toda Cataluña.

El presidente autonómico de Castilla-La Mancha, el socialista Emiliano García-Page, lamentaba este jueves que Puigdemont tenga “el mando a distancia de la legislatura”, y lo atribuía a “lo perverso del resultado diabólico que arrojaron las urnas”.

Se equivoca don Emiliano. Puigdemont tiene “el mando a distancia de la legislatura” porque los dos grandes partidos de ámbito nacional se lo permiten, no por ningún resultado electoral “perverso”. Si PSOE y PP se pusieran de acuerdo, el fugado líder secesionista no pintaría nada.

La elección del presidente y de los miembros de la Mesa del Congreso era una buena oportunidad para demostrar que es posible gobernar sin los extremos (¿acaso tiene el PSOE más cosas en común con Bildu y Puigdemont que con el PP?), pero socialistas y populares han vuelto a mostrarse incapaces de anteponer el interés general al suyo propio. Y, lo que es peor, parece que sus votantes están encantados con ello.

La trama de afectos con la que algunos definían España es hoy menos sólida. Y no me extraña. ¿Por qué le va a interesar a un catalán constitucionalista que mejoren las residencias de la tercera edad en Galicia o Castilla y León, si los votos de buena parte de los diputados de esas comunidades harán más difícil que sus hijos puedan recibir una educación bilingüe en Cataluña? ¿Por qué le va a importar a un madrileño que mejoren las listas de espera en Cataluña, si con los votos de la mayoría de los diputados catalanes se va a discriminar negativamente la financiación de la Comunidad de Madrid?

Dice la nueva presidenta del Congreso, la socialista Francina Armengol, que “España siempre avanza cuando se reconoce en su pluralidad y diversidad, porque la riqueza de este país reside en su carácter plural”. Estoy totalmente de acuerdo. Pero cuando la pluralidad se convierte en desigualdad de derechos y obligaciones, el Estado deja de tener sentido. Y me temo que cada vez hay más ciudadanos españoles que empiezan a preguntarse si vale la pena seguir trabajando por el futuro de este país.

Yo, la verdad, no tengo clara la respuesta.