Puigdemont sube el precio del pan. Pero es la piedra angular de una carambola que puede salirle mal. El Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) levantó su inmunidad, aunque la sentencia está recurrida ante el Tribunal de Justicia (TJUE) de Luxemburgo, la auténtica voz jurisdiccional de la Unión. De momento, por tanto, se produce una colisión de derechos que inmuniza a Puigdemont. El expresident practica la llamada política-moral, al estilo de los lealistas británicos en Ultramar. Siempre trata de remontar la corriente.

Pero no ha entendido que su partido expresa el ahogo electoral del 23J y tampoco quiere ver el precipicio que llega con la repetición de los comicios. De momento, Junts y ERC dependen del PSOE para tener grupo parlamentario propio en el Congreso. Es la coyuntura más baja de la historia del nacionalismo desde la Transición. La vanguardia populista que quiso levantar a la nación contra el Estado ha dejado de existir; ahora solo trata de resistir. Si Puigdemont participara y saliera elegido en las próximas elecciones europeas, el contador se pondría a cero, porque las legislaturas son compartimentos estancos.

Los dos partidos soberanistas quieren resolver ahora el futuro de los políticos que formaron parte del Govern y del Parlament durante el 155. Este es el escollo real de la negociación, porque solo existe una forma: la amnistía, el olvido penal. Una línea roja que un Estado de derecho no puede cruzar. Puede haber perdón, pero no olvido porque volveríamos a las andadas.

Como es sabido, Junts ha convocado para mañana, a las ocho de la mañana, una reunión telemática de su ejecutiva. Puigdemont quiere demostrar que manda en su formación y además que ostenta la presidencia del Consell de la República, un organismo fora ciutat. Sus fieles son Jordi Turull, un agustiniano tonsurado, y Jordi Rull, un político de barrio. Ambos tienen a su lado a Míriam Nogueras, la portavoz, y cuentan, por supuesto, con la compañía acechante de Pilar Rahola, excelente articulista, metida en un callejón sin salida.

Buscan la gloria del loser. Y a su lado, ERC rotula exigencias donde hace poco lanzaba parabienes. Los republicanos cambian de piel como de camisa. No podemos olvidar lo mal que empezaron con Heribert Barrera, el genetista de la raza catalana –“única por sus pelos en la nariz”, como expresó Mendoza a través de su personaje Onofre Bouvila—; el economista Joan Hortalà, fagocitado por Pujol; el montaraz Àngel Colom; el riguroso destronado Carod Rovira; el izquierdoso Joan Puigcercós y ahora Oriol Junqueras, un hombre de peso, pero sin praxis, una rata de biblioteca desprovista de elocuencia e incapaz de dimitir después del castañazo.

Puigdemont, el gato en el palomar, molestará todo lo que pueda mientras le sea posible. La derecha espera que la negativa de Junts a Sánchez le permita volver al enfrentamiento frontal para sortear la ansiedad sistémica que opera dentro de la famosa M-30 madrileña. Si Puigdemont frena mañana el pacto para la Mesa del Congreso y pone palos en las ruedas de la investidura de Sánchez se las verá muy pronto con la nueva líder del PP, Ayuso; si facilita la investidura de Sánchez, se las verá con el nuevo PP de Feijóo, con Vox dentro de la formación conservadora.

ERC, cuanto mejor lo tiene es cuando peor lo hace. No ha sabido utilizar el aparato de la Generalitat, con Aragonès al frente, pese a gobernar sin oposición, gracias al PSC. Esquerra no entiende las instituciones y pronto volverá a la calle. Se vio en octubre del 37 y se ha visto en octubre del 17. El desenlace de la gobernabilidad en España empieza mañana, con la Cataluña indepe en minoría y un infierno legislativo por delante.