Ha muerto en Barcelona, en la confluencia de la plaza Vendrell con la calle Joaquín Costa, en el Raval, una chica de 20 años, porque le ha caído encima una palmera.

De inmediato la ciudadanía ha olvidado este hecho luctuoso y casual, porque cada día brotan como setas las nuevas noticias y porque el ser humano quiere relatos donde se enfrenten el bien y el mal, la perversidad y la inocencia, víctimas y verdugos, pero aquí, en principio, no hay culpable, más allá del azar. Parece que además el organismo correspondiente del ayuntamiento había revisado la palmera hace sólo dos meses y no le había encontrado ninguna peligrosidad. No se sabe por qué cayó. Cayó. No se sabe por qué ha tenido que morir esa joven. Una fatalidad. Ha muerto.

Un caso así es una triste gracia. No hay con quién indignarse, a quién culpar. Nos recuerda nuestro esencial desvalimiento, la ignorancia de la Hora.

Kundera, que murió hace poco, reflexiona sobre este tema en una de sus novelas. La escribió cuando estaba ya entrado en años. Allí cuenta que en París frecuenta un gimnasio, donde practica la halterofilia. Pero cada vez que levanta las pesas, haciendo el esfuerzo subsiguiente, tiene miedo de sufrir un ataque al corazón, tal como le pasó al que, según cuenta, era su escritor preferido, el vienés Robert Musil, el autor de El hombre sin atributos.

Musil estaba considerado el escritor más inteligente de su tiempo, junto con Hermann Broch, el autor, también austriaco, de la trilogía Los sonámbulos. Musil abandonó la práctica de la medicina para dedicarse exclusivamente a la literatura (como Bulgakov, Baroja y otros). Pero no ganaba bastante dinero con sus libros, de manera que unos cuantos hombres acaudalados de Viena se pusieron de acuerdo en pasarle cada mes una pensión que le mantuviera y permitiese consagrarse a la escritura. Por cierto, que Musil era tan orgulloso que no aceptaba a cualquiera en el círculo de sus benefactores. Gente zafia y ordinaria quedaba descartada.

Estaba casado con una mujer de etnia judía, y además le repugnaba el nazismo; por los dos motivos, en 1938, cuando Alemania se anexionó Austria, se exiliaron en Suiza. Allí, sin su círculo de ricos vieneses que le mantuviera, Musil pasó graves estrecheces económicas. En 1942, a los 62 años de edad, falleció, mientras estaba levantando pesas, como hemos dicho, y dejando inconclusa su obra interminable, El hombre sin atributos.

Kundera cuando en el gimnasio practicaba halterofilia temía acabar igual, con una muerte absurda que diese paso a lo que él llamaba una “inmortalidad ridícula”. Yo pienso que ese era un temor tonto, que no hay muertes ni inmortalidades ridículas. Esa chica que ha fallecido en Barcelona porque una palmera cayó e impactó en su cabeza no ha tenido una “muerte ridícula”, sino penosa y desafortunada, exactamente igual que la del novelista Ödön von Horváth –húngaro de habla alemana; en fin, austrohúngaro—.

Aquí es conocido por su novela Juventud sin Dios, protagonizada por un maestro de escuela que asiste, sin poder evitarlo, al crecimiento del racismo antisemita y el culto a la violencia –características troncales de la ideología nazi— entre sus tiernos alumnos, que se van convirtiendo en criaturas demoniacas. Horváth también estaba exiliado, en París, cuando, un día de gran tormenta de verano, concretamente el 1 de junio de 1938, cuando andaba por la avenida de los Campos Elíseos, le cayó en la cabeza la rama de un árbol que lo fulminó.

No sé qué árbol sería, seguramente no una palmera, sino un plátano o un castaño, que son los árboles más abundantes en París. Una verdadera pena, porque sólo tenía 37 años. Es otro ejemplo, según Kundera, de muerte absurda, que depara una “inmortalidad ridícula”, o sea, ese tipo de muerte que se queda pegada a la biografía del autor e “infecta” la reputación de su obra con elementos irrisorios y extravagantes.

Como he dicho, este concepto kunderiano me parece necio y hasta indigno de un novelista que quería considerarse también un pensador, un intelectual, y que, en efecto, publicó varios ensayos de valor considerable, entre ellos Los testamentos traicionados.

No me parecen ridículas ni siquiera esas muertes lentas, lentísimas, que duran años, años de decrepitud y de patética senilidad, y que a menudo son doloridas, y que son tan habituales entre nosotros.