Se acaba de estrenar la miniserie documental Los últimos días de Mario, sobre el cámara de televisión italiano Mario Biondo, que murió suicida hace diez años, en su domicilio de Madrid, y su esposa, la presentadora Raquel Sánchez Silva, a la que, contra toda sentencia judicial, la familia del primero, psicológicamente incapaz, como suele suceder en casos parecidos, de aceptar los trágicos hechos en su desnuda intrascendencia, acusa de haber organizado el asesinato de su pareja y simulado el suicidio. Y para demostrarlo o, por lo menos, movilizar al sistema judicial contrata detectives, abogados, peritos judiciales, criminólogos, vendedores de humo, estafadores y especialistas en todo tipo de pesquisas y teorías más o menos plausibles y en construcciones de “relatos paralelos” sobre los hechos una y otra vez asentados por los juzgados.
Que una historia así se convierta en lo que se viene llamando “una docuserie” y su estreno en Netflix haya despertado tantas expectativas es un fenómeno por lo menos curioso.
Estas expectativas tienen que ver con la idea de lo caro, grandioso y popular que es el cine, cuyo poder de seducción es capaz de impregnar y darle un aire de acontecimiento cultural e incluso intelectual a casi cualquier producto con imágenes en movimiento, incluidas las filmaciones en vídeo familiar.
Desde hace unos años, la vida privada y pública de cualquier difunto más o menos conocido, sea un actor, un miembro de alguna familia real, una estrella o asteroide del rock, una prostituta transexual, o cualquiera que en vida haya sido filmado, de manera que los realizadores puedan disponer de “material” visual –que funciona como columna vertebral del relato y certificado notarial de su veracidad o por lo menos de su relación de proximidad, casi íntima, con la verdad de los hechos y de los seres que los protagonizan—, bien arropados y glosados tales “documentos” con las declaraciones de algunos amigos y parientes supervivientes, es susceptible de dar pie a un documental para proyectarse en formato de serie en alguna de las llamadas “plataformas de contenidos audiovisuales”, ávidas de ampliar su programación con productos de coste económico razonable, para contribuir a satisfacer la demanda de novedades incesantes de su público. Y así la docuserie sobre Mario Biondo se presenta como la gran novedad cinematográfica de la temporada, junto con Barbie y Oppenheimer.
El objeto de una “docuserie” será caracterizado como un ser excepcional y rarísimo, o bien, por el contrario, como síntoma característico de los tiempos que le tocó vivir. En cualquier caso, su peripecia es “significativa”. En realidad, la peripecia de cualquiera puede serlo, y, como en el desdichado caso del cameraman italiano, felizmente (para el mundo del cine) susceptible de infinitas interpretaciones y laberínticas posibilidades. Es la “magia del cine”. Cualquiera puede ser el ciudadano Kane.
Este nuevo caudal de productos cinematográficos se replica o reduplica en las redes sociales y la prensa, aliadas y portavoces de las docuseries de las plataformas de entretenimiento para instaurar una realidad paralela y un olimpo alternativo más democrático que la verdad, que, encima de no ser democrática, es elusiva.
Ay del que caiga ahí. Compadezco a Raquel Sánchez Silva. Y felicito a los señores Paolo Vasile y Jorge Javier Vázquez, puesto que, aunque hayan sido defenestrados de la televisión, ven la apuesta de sus vidas refrendada y asumida por el cine. Reinan después de morir, como el Cid.