El presente hace florecer las tumbas que el pasado quiere profanar. Si Puigdemont y Artur Mas no acercan sus posturas, la guerra entre independencia y negociación (“sé exigente, pero no intransigente”, dice el Evangelio de Lucas) sellará las puertas del soberanismo. Si Bendodo y Tellado, las dos almas del PP, no consiguen cerrar su herida territorial, la derecha se quedará sin modelo. Si Yolanda no inclina la testuz de Pablo Iglesias, la izquierda del PSOE irá a menos. Si Espinosa de los Monteros no hace callar a Jorge Buxadé, Vox desaparecerá, mientras su talentoso Comité de Acción Política (CAP), de composición oculta, se irá deshaciendo. Si el PSC sigue creciendo en consenso frente a ERC, el mundo republicano habrá mostrado una vez más su incapacidad para sobrevivir en el eje izquierda-derecha; son demasiados años titubeando para acabar en manos de Junqueras, un tonsurado sin sotana, acólito de la pérdida, rito pagano.

El resultado electoral es la expresión de nuestra diversidad y el que no lo entienda no superará el próximo corte. Quien utilice la pluralidad del laberinto español para segregar fracasará; quien promueva la recentralización se caerá del pedestal. La unidad en la diversidad es el teorema matemático cuya belleza ensalzó Eugeni D’Ors, únicamente por su exactitud. El novecientos está de vuelta; el modelo mancomunado de Prat de la Riba o el federalismo asimétrico de Pasqual Maragall tocan a rebato. Comprender es mejor que destruir, no porque moralmente sea mejor, que también, sino porque es la única vía.

Después de los comicios, se abandona la verdad en manos de la impostura. Los líderes no dicen lo que sienten. Feijóo no habla de su reunión con Abascal; JuntsxCat y Esquerra no se saludan por la calle; en la Moncloa nadie sabe si la consulta catalana es una carta de navegación; y, en Génova 13, anuncian contactos aparentes con el soberanismo. Todos son santurrones; no han roto ningún plato, pero nos amenazan con nuevas elecciones. Nos sacan de paseo para que demos un penoso rodeo a sus veladas intenciones. Esta vez buscan la apoteosis de lo liviano, limitándose a tirarse las estadísticas por la cabeza; no se insultan, pero lanzan bulos como lo hace Juan Bravo, el vicesecretario de Economía del PP, que niega los 21 millones de empleados en la última EPA. Bravo aporta, además, el dato luctuoso de los trabajadores a cero horas.

Sea cual sea el desenlace en la cámara legislativa, la ministra Calviño es intocable, porque sus logros, bendecidos por el FMI, la coronan con sigilo mientras el BCE le da la razón, cuando dice que los mayores márgenes de beneficio de las empresas son una razón esencial para entender la persistente inflación. El alza excesiva de los salarios es un espejismo de los que se parten el pecho por mantener las desigualdades que les benefician y ofrendan ante el altar de Génova 13. Son un diagrama, cuya paleta de colores quiere ser decorativa sin salirse del “España, camisa blanca”, pero acaban flanqueando al rojo sangre de Ayuso, el enemigo en casa.

La pérdida del poder adquisitivo de los empleados en toda la UE es un dato de Eurostat. El salario mínimo en España es el cemento real de la eficiencia que presenta el mapa macroeconómico de la Torre Cuzco, sede del Ministerio de Economía, en Madrid. Pero estas conclusiones no han llegado a Cataluña. Aquí reina el espíritu de la Pequeña Academia, la que combate a una imagen irreal de Cisneros. Nosotros tenemos a nuestros favoritos incompetentes y radicales; se llaman Torra, Puigdemont, Borràs; juegan a ser el origen de muchas penas. Su público se contenta con una historia elocuente.