La célebre modelo Cara Delevingne ha salido de un centro de rehabilitación, donde se ha curado de su adicción a no sé qué sustancias, y se la ve más serena. Está satisfecha de haber dado el paso, y de recuperar el gobierno de su propia vida, que según cuenta era demasiado caótica y llena de vergüenza y temor.

Me alegra saber que a partir de ahora desfilará por la pasarela y posará en sesiones de fotos publicitarias, anunciando ropa o perfumes o lo que toque, imbuida de una nueva ataraxia, paz interior y convicción de que su vida tiene tanto sentido y dignidad como la de cualquiera.

No le podría poner ninguna objeción alguien que se dedica a algo tan volátil y artificioso como escribir.

Lo que me llama la atención, y me recuerda mi infancia, es la presencia de una diva en un sitio así, un centro de rehabilitación. Imagino el complejo efecto que debe de causar en sus anónimos compañeros de recuperación.

Mis amigos que han pasado por alguna clínica de estas me comentaron que allí conocieron a tal o cual celebridad. El famoso cocinero Fulanito resultó que en el rehab era muy cooperador y sencillo, un excelente compañero, se la pasaba contando chistes. Mengano, el facha notorio, de aspecto y actitud amenazantes, resulta que en el trato cercano es simpatiquísimo. En cambio, la aristócrata Zutana, aunque ingresó cuando ya era acaso demasiado tarde, cuando ya tenía la mitad de las neuronas y sinapsis reducidas a escombros, allí dentro seguía siendo altiva y distante.

Este último caso es extraño, porque el rehab es una escuela de humildad: allí, como en un último Puerto Escondido, se encuentran los que se percatan, a menudo gracias a la insistencia o la imposición de sus parientes o seres queridos, de que andan por la vida desarbolados, perdido el rumbo y ya a punto de naufragio catastrófico.

Igual que el anónimo oficinista que se pinchaba para aliviar el tedio de la vida rutinaria, el roquero marchoso, la actriz, el agente de bolsa estresado que recurría a la cocaína para mantener el ritmo, el joven que ha recibido de su padre millonario un ultimátum, “o te curas o te desheredo”, ingresan física y emocionalmente exhaustos, con la piel eccemosa y los ojos inyectados en sangre, y al cabo de unas semanas salen con un aspecto mucho más sano y agradable, y sobre todo vivos, porque la alternativa de seguir con los malos hábitos los conducía directamente al hoyo.

En otras latitudes, especialmente en las de cultura anglosajona, el que ha pasado una temporada en el rehab para superar alguna adicción, luego casi lo pregona, como la citada modelo, pues eso indica por lo menos una voluntad de autosuperación. En estas latitudes suele llevarse la cosa más en secreto, para no exponerse a las burlas de los guasones de turno y a los maledicentes. Pero aquí y allá el rehab es la cara oculta de la fama, su revés. La otra cara de la luna.

El que entra no es el mismo que el que sale. Sale más introvertido. Allí dentro le han enseñado a repensar su propia trayectoria, a tomar conciencia de su comportamiento “bajo la influencia”. Jirones del pasado como harapos de leproso vienen volando en el viento de la introspección a estamparse contra su rostro, pero en el fondo esos harapos tienen también algo de blasón, de entorchado o banda de seda, pues al fin y al cabo ha visitado el infierno y ha vuelto. En este sentido, el rehab opera como en la Iglesia Católica el sacramento de la Confesión: punto final de todos los pecados, descarga de culpa, propósito de enmienda y nuevo principio.

Si el paciente mira hacia atrás, la conciencia del tiempo perdido le da un poco de melancolía, pero la alegría de disfrutar de una plena conciencia de la vida real y una visión nueva, más profunda, menos desvalida, le compensa sobradamente.

Siendo niño yo solía veranear en Malivern, donde hay, o había, un hotel dedicado a la terapia grupal para la rehabilitación de las dependencias de todas clases. A veces me cruzaba en el paseo con alguna extraña pareja de personas que no tenían casa en el pueblo y que a la fuerza se alojaban en el hotel. Los doctores les habían dado permiso de salida, hasta la siguiente sesión de terapia colectiva. Eran parejas desiguales:

“¡Cómo!”, pensé, un día, reconociendo a una actriz joven y bellísima, “¿ella también está allí? ¡Pero si es una diosa! ¿Y qué hace en compañía de esa especie de gnomo en chándal? ¡Si no tienen nada en común!”.

Ella caminaba como una bailarina rusa y él a saltitos como Dustin Hoffman en Cowboy de medianoche. Claro que tenían en común el vínculo más profundo, que es la desgracia. Siendo yo un niño tonto innato, me quedaba mirándolos de reojo, y cuando ya habían pasado me volvía a mirarles por la espalda, alejándose bajo el palio de los tilos del paseo, y me quedaba pensando que el hotel de rehab debía de ser un sitio donde se conoce a gente interesante.