Lo dejó dicho, con ese encantador cuajo de sinceridad que le caracterizaba, el gran Baroja: “En la mentira puede haber muchos matices; en la verdad no existe ninguno”. Simone de Beauvoir, epítome del feminismo, lo expresó de otra forma: “La verdad es una; sólo el error puede ser múltiple. Que la derecha profese el pluralismo no es ninguna casualidad”.

Casi todos, en mayor o menor medida, hemos asumido, aunque sea de forma tácita, que la insinceridad y la falsedad son virtudes en política, aunque no lo sean en el ámbito moral. El periodismo político, que a veces tiende más al adjetivo que al sustantivo que lo enuncia, es un arte extraño que consiste en establecer una verdad (aproximada) a partir de una sucesión (infinita) de embustes interesados.

Porque todos los políticos, como sabemos, mienten no más que hablan, sino mientras hablan. Los posmodernos, llevando al absurdo su teoría de que todo es relativo, especialmente las evidencias, instauraron a mediados del pasado siglo un marco cultural, que sigue vigente incluso para los políticos incultos, merced al cual no existen principios inmutables, sino únicamente puntos de vista. 

Pedro Sánchez volvió a formular en una entrevista esta milonga: “Yo no miento; cambio de opinión”. El tramo final de la campaña electoral del 23J nos muestra a un PSOE desesperado, intentando que su electorado, menguante y hastiado, según las encuestas, reaccione a su favor a partir de una discusión bizantina sobre si el candidato del PP –Feijóo– ha mentido al referirse a la actualización de las pensiones. Un juego adolescente, sobre todo viniendo de una orilla política que acostumbra a practicar la mentira con suma dedicación.

Sin ir más lejos: negando la implantación de nuevos peajes que ha remitido a la Comisión Europea. Es curioso: el celo de determinados comisarios políticos ha olvidado el desmentido del candidato del PSOE a sí mismo –pues es su Gobierno quien envía esta medida, que no es una propuesta, a Bruselas–, pero pontifican sin parar sobre el tamaño (sin duda inmenso) de las “inexactitudes” de su rival conservador.

No es el único caso en el que nuestros próceres, de ambos signos, tratan a los votantes como si fueran niños de colegio. La candidata de Sumar, Sor Yolanda (del Ferrol), suele hacerlo contraponiendo su fantástico mundo piruleta con “la maldad y el odio” que, a su juicio, destila la derecha. Esta pugna por la Moncloa ha sido formulada desde una orilla como la batalla capital para derogar al sanchismo. Desde la otra se plantea como la elección (demagógica) entre un pasado (que no ha llegado todavía) y un futuro que lleva un lustro en el poder y manejando el BOE.

La agónica competición por la presidencia del Gobierno se basa en una infinita contradicción: un bucle en el que un mentiroso (Sánchez) acusa a otro (Feijóo) de faltar a la verdad, mientras ambos insisten en que a ellos sólo les mueve la sinceridad. En ambos late la misma esperanza: que sean las urnas quienes discriminen quién miente y quién dice la verdad, como si los hechos dependiesen de los votos, en vez de establecerse mediante pruebas, indicios o evidencias.

Se percibe aquí otra de las paradojas de la singular noción de democracia que profesan nuestros próceres: la exactitud y falsedad de un enunciado depende de cuánta gente lo crea; o incluso de la interpretación que los propios interesados hacen sobre sus medias verdades, que –ya se sabe– son peores que las mentiras, ya que implican una aviesa intención –manipular los hechos– y, por tanto, un objetivo reprochable. 

Nuestra política, sin embargo, dista de haber entrado en una nueva etapa sofística. ¡Qué más quisiéramos! Los maestros charlatanes –así los llamó el insigne Píndaro– de la antigua Grecia enseñaban a sus alumnos, por supuesto cobrando, cómo presentar un argumento, o matizar un hecho, de forma que ante los ojos y oídos ajenos resultase verosímil, con independencia de su autenticidad.

No perseguían la verdad, sino su simulación a través de falacias. Aristóteles y, sobre todo, Platón los tuvieron en muy baja estima, aunque en honor a la verdad hay que recordar que, junto a Sócrates, cambiaron la historia del pensamiento occidental al situar al hombre (y a sus perversas costumbres) en el centro mismo de la discusión pública.

Los sofistas, maestros de sabiduría, según la etimología del término que los designaba, eran cosmopolitas, al contrario que la mayoría de nuestros políticos, que o son nacionalistas de aldea o patriotas de naciones imaginarias. En lo que sí coincidían con nuestros gobernantes es en el culto al relativismo, que no es un invento posmoderno, sino una herencia clásica: la verdad puede ser discutible y moldeable.

Fueron ellos quienes descubrieron que una mentira puede convertirse en verdad si una mayoría social es persuadida de tal cosa. Nuestros gobernantes tienen ese mismo afán, pero carecen de su arte retórico para presentar como creíbles sus afirmaciones. De ahí que se limiten a negar las del adversario y a reiterar –un verbo que entusiasma al candidato del PP– su argumentario. Sólo así se sienten seguros.

Casi podríamos decir que el desenlace de este 23J, sea el que sea, va a consistir en elegir entre cuál de los dos grandes partidos preferimos que nos mienta, como si en una democracia este mal menor compensase un quebranto mayor. En términos morales, tan despreciados en los cuarteles generales de Génova y Ferraz, la distinción entre la verdad y la mentira no admite grises.

Se descubre todos los días al ir a la compra –y volver con menos que antes, pagando más– o al oír decir al presidente del Gobierno que la economía española “va como una moto” mientras tu hipoteca, si eres tan afortunado para que el banco te conceda un crédito para comprar una casa, ha subido 600 euros al mes desde principios de año.

Gorgias, uno de los más afamados sofistas antiguos, sostenía que con las palabras se puede envenenar y embelesar a los demás. Es rigurosamente cierto. Pero, para desgracia del PSOE, no existen dos venenos iguales: la pobreza, aunque sea relativa, siempre envilece más que las mentiras.