Dice Vox que allí donde gobierne va a acabar con el adoctrinamiento en las escuelas. No caerá esa breva. Seguro que no pone fin a la religión que enseñan los curas con sueldo público. Aunque, claro, siempre cabe que esos muchachos sostengan que la enseñanza religiosa no constituye adoctrinamiento, es, simplemente, doctrina. A ellos la contradicción no les preocupa lo más mínimo porque no buscan la verdad, sino, malinterpretando a Machado, “mi verdad. La tuya guárdatela”. Sólo es verdad lo que ellos pregonan.
Con este esquema argumental, el partido de la ultraderecha, en coalición con el PP de Núñez Feijóo, ha conseguido ya presidir varios parlamentos autonómicos y lo que te rondaré morena. Y es que el PP está dispuesto a llegar al poder al precio que sea, no vaya a ser que ganen los otros y se recomponga el poder judicial. Quizás confíe en que puede vender su alma al diablo porque siempre habrá una Margarita cuyo amor le salve de la condena eterna. O tal vez no crea en la eternidad y menos en la pena. Lo chungo del caso es que estos hombres y mujeres a los que se conceden puestos de decisión a cambio de administrar los presupuestos públicos actúan, dicen, en nombre de Dios. Y no de cualquier Dios, sino del único Dios verdadero. El suyo. Y lo tienen en exclusiva.
En nombre de su Dios defienden que la familia es una y no cincuentayuna, de ahí que se opusieran en su día al divorcio, aunque luego se divorciaran ellos también. En nombre de Dios pretenden prohibir el aborto. En nombre de Dios rechazan la evolución y el cambio climático. La ciencia se la trae al pairo porque si lo que dicen los científicos no coincide con su verdad, seguro que están equivocados.
La verdad, es bien sabido, deriva de la revelación divina y se halla plasmada en la Biblia. Y si algo no figura en la Biblia, por ejemplo, el comportamiento sexual de las hormigas, es porque nadie necesita saber ese tipo de cosas. Ya las sabe Dios. Querer equipararse a él es pura soberbia. Un pecado gravísimo.
Y eso que no hay prueba alguna de la existencia de ese Dios ni de ningún otro. Pero si la hubiera, habría que creer además que ese ser se comunicó con el conjunto de la humanidad a través de unos hombres a los que dictó los libros bíblicos, aceptando como prueba al respecto la palabra de esos mismos hombres. Para colmo, esos libros son lo que el bueno de Umberto Eco llamaba “una obra abierta”, es decir, susceptible de ser interpretada porque su literalidad no está nada clara. Por ejemplo, uno de los mandatos bíblicos prohíbe matar. En general y, supuestamente, de modo absoluto. Tan absolutamente que los antiabortistas se escudan en que el aborto es un asesinato. No obstante, en la propia Biblia se describen masacres realizadas por el pueblo elegido, por no hablar de las mucho más cercanas que comete cada día en Palestina el Gobierno de Israel que comparte Dios con las religiones llamadas del libro: cristianos y musulmanes. ¿En qué queda la cosa? ¿Se puede o no se puede matar? La respuesta puede ajustarse a la medida del interesado. Después de todo, ¿cómo demostrar que no es a él a quien habla algún Dios que no tiene otro trabajo?
Lo llamativo es que las creencias en los dioses estén vinculadas siempre a recortes de las libertades y al cuestionamiento de los avances científicos. Ahí está el presidente del Parlamento balear, Gabriel Le Senne, convencido de que el cambio climático no existe y que tener un pene reduce la agresividad. Hechos indiscutibles que debe de haber aprendido por inspiración divina, tal vez del Espíritu Santo, que tiene que buscarse tareas porque el padre y el hijo le comen cada día terreno. Tampoco cree demasiado en las vacunas, como su compañera Marta Fernández, que preside el Parlamento aragonés y que tampoco ve claro que el cambio climático sea una realidad. En ambos casos han sido elegidos con los votos del PP, que debe de apreciar en ellos la sabiduría del primo de Rajoy.