Llevamos meses con más miedo del necesario. Probablemente la culpa no sea nuestra sino del bombardeo de malas noticias que nos llegan desde marzo de 2020, cuando la maldita pandemia cambió muchas cosas. Desde ese momento los gobiernos, todos, se han acostumbrado a tratar a sus ciudadanos, y votantes, como niños más bien estúpidos. Miedo al Covid, miedo a la guerra, miedo al clima, miedo a la inflación, miedo a China, ¡miedo a todo!
En ese entorno nadie se atreve a invertir de verdad, sólo los especuladores adictos a la adrenalina, no sea que el apocalipsis llegue de verdad. Y el miedo hace que el ambiente económico sea, como poco, raro. La coyuntura es buena, la economía crece más de lo previsto, puede que lleguemos al 2,5%, el turismo está que se sale a pesar del alza de precios y ni el paro ni la morosidad hacen su aparición. ¿Entonces de qué tenemos miedo?
El sentimiento económico tiene mucho de psicológico. Muchas de las crisis se deben a un pánico irracional, si algo comienza a ir mal las malas noticias se extienden y lo malo se realimenta, creándose auténticas estampidas. Ahora parece que las malas noticias, como las “mini” crisis bancarias en California o Suiza, se contienen o al menos se confinan, pero la filosofía woke dominante en las actuales élites económicas, preocupadas no sólo de ganar dinero, como siempre, sino además de aparentar salvar al resto de los mortales, nos tiene acongojados.
Queremos salvar al planeta, queremos la paz del mundo, queremos que todos tengan todo gratis y sin esfuerzo, pero sin perder nada y sin coste. Hemos seguido con expectación inusitada la desdicha de cinco idiotas que se metieron en una lata de sardinas a 3.000 metros de profundidad para hacer una foto a los restos del Titanic, pero nos importa una porra lo que ocurre en el Mediterráneo con cientos por no decir miles de desesperados africanos que creen que en Europa les esperará una vida mejor. Aspiramos a que todos los niños ucranianos lleguen a ser doctores en biofísica, pero nos importa otra porra lo que les ocurra a sirios, yemeníes o cualquier otro pringado que sea menos rubio que nosotros y, además, no tenga ojos azules. Eso sí, cuando los hijos de los emigrantes franceses se levantan nos da un poquito de miedo, aunque pensamos que aquí no puede pasar.
Nuestra superficialidad en la solidaridad es, simplemente, una muestra más de nuestra superficialidad general. Nos tragamos todo lo que nos echan, desde que la inflación es culpa de la guerra en Ucrania a que electrificando los coches en Europa se salvará el planeta. Y en estas tenemos elecciones. Unas elecciones a contrapié, convocadas para salvar el trasero de quien las convoca, ni siquiera para que su partido gane. Y nos volvemos a distraer mirando al dedo que apunta a la luna. Los vídeos de algunas formaciones son de vergüenza ajena, especialmente los de sus organizaciones juveniles o de los que usan la inteligencia artificial, probablemente para complementar la que parece faltarles.
En una semana sabremos si ganan unos u otros, pero como no sumen claramente nos vamos a pasar meses mareando la perdiz, sin presupuestos y sin aprovechar la presidencia de la Unión Europea, algo que sólo ocurre una vez cada 11 años. La propuesta del líder de la oposición es muy clara, que gobierne el que saque más escaños con la abstención del otro, evitando que los extremos lleguen al gobierno. Pero el presidente no lo ha aceptado y promete bloquear la composición del futuro Gobierno si la diferencia no es muy holgada. No es imposible ver al PP por encima de 160 escaños, pero si no los logra la confección del Gobierno será compleja, igual o más que si el PSOE llega a sumar con la pléyade de partidos que le han dado soporte en la actual legislatura. Por el bien de todos esperemos que el veredicto de las urnas sea claro.
Gane quien gane necesitamos que en septiembre se ponga a trabajar un nuevo Gobierno. Hay que intentar rascar lo más que se pueda de los fondos NextGen, unos fondos que no van a durar mucho tiempo más, entre otras cosas porque el BCE quiere enfriar la economía, no calentarla. La inercia del fin de año es muy importante, y necesitamos un nuevo impulso. Y tenemos deberes que hacer, ajustes y reformas que se han obviado por no decir de los compromisos ya tomados y que nos traerán un otoño caliente, especialmente si gana la derecha. 2024, gane quien gane, será muy diferente a 2023.
Se siguen oyendo en campaña propuestas infantiles y sin sustento económico, dádivas que solo pueden engordar el déficit y la deuda. Y Bruselas no está por esa labor. La concatenación de crisis globales ha aligerado los controles del gasto y la deuda, pero si no ocurre otra desgracia global, nos van a pedir cuentas más pronto que tarde. Olvidémonos de las paguitas y del gratis total. No podemos pagar ni el mastodóntico gasto público ni soportar tanta deuda, y menos con los precios actuales.
La decadencia romana se ejemplifica con el nombramiento como cónsul del caballo de Calígula, en nuestro caso pueden servir como indicador las prioridades legislativas. Si seguimos pensando que la autodeterminación del sexo y el bienestar animal son más importantes que las pensiones, la sanidad o la investigación es que entonces no tenemos solución. Si el 1 de septiembre no tenemos un Gobierno que piense en los grandes retos que tenemos por delante y que aspire a redactar unos presupuestos serios, mejor que se despierten los virus del permafrost por el calentamiento global y acaben con una especie en absoluta decadencia.