Lo que más me gustó de la comparecencia por vídeo del expresidente Puigdemont como testigo judicial fue que anunciara que la mansión de Waterloo está “abierta a todos los patriotas”. Lo dijo para justificar que el mosso Lluís Escolà -acusado de ser su guardaespaldas ilegal- se hospedara ahí cada vez que le viniera en gana. A Escolà lo calificó como uno de esos “patriotas”, por lo que tiene derecho a cama y comida de gorra. Escolà, dicho sea de paso, es la traducción al catalán de “monaguillo”, ningún apellido casa mejor con quien estaba a todas horas al lado del sumo sacerdote del procesismo. Imagino que cuando el mesías fugado recibe en su iglesia de Waterloo a los fieles que allí acuden a postrarse de rodillas ante él, Escolà/monaguillo le prepara el hisopo para que Puigdemont los bendiga, y al final rebaña el vino que anfitrión e invitados se han dejado en el fondo de las copas, eso hacían por lo menos los monaguillos en mi época.

Volvamos a la casa de los patriotas, antes Casa de la República. Imagino que los patriotas que allí tienen habitación, baño y comida a su disposición no serán todos, sino únicamente los patriotas catalanes. Puigdemont se refirió sólo a “patriotas”, dejando la puerta abierta a cualquier patriota belga, japonés, francés, alemán u -horror de horrores- español. Sería conveniente que el fugado expresidente concretara qué tipo de patriotismo está dispuesto a acoger en su mansión, antes de que ésta se le llene de gorrones con la excusa de un lejano patriotismo.

Supongamos que allí se acepten solamente patriotas catalanes. ¿Cómo distinguir un auténtico patriota de alguien que lo único que pretende es pasar sus 15 días de vacaciones gastando poco en un lugar de clima tan benigno como Bélgica? A primera vista, no es fácil distinguir un patriota de otra persona cualquiera, ni siquiera los patriotas catalanes llevan tatuada en la frente su bandera. Conociendo como vamos conociendo a Puigdemont, imagino que mide el grado de patriotismo de los catalanes según las aportaciones que ha hecho cada cual al Consell per la República, es decir, a su bolsillo. Medir el patriotismo monetariamente puede parecer poco romántico, pero hay que reconocer que es un dato objetivo: quien durante el presente ejercicio haya ayudado con 5.000 euros a que Puigdemont siga viviendo bien, es mucho más patriota que quien solamente ha colaborado con 200 euros. A nadie ha de extrañar que, entre catalanes, el patriotismo se mida en euros.

Aclarado este punto, quedan más dudas. No aclaró Puigdemont si la invitación es solo a los patriotas o ésta se hace extensiva a sus familias, con la señora, los niños, la suegra y la mascota. En ese caso: ¿deberán demostrar todos su patriotismo para pasar unos días de asueto con todos los gastos pagados, o basta con que el cabeza de familia jure ante Dios y Puigdemont su innegable amor a la patria catalana (a poder ser, mostrando un recibo de sus aportaciones a la causa)?

Nos esperan días complicados, y más en esta época en la que todo el mundo se toma vacaciones. No estoy seguro de que sea muy buena idea la de ir pregonando por los juzgados que todos los patriotas tienen abierta la puerta de su casa, se puede colar mucho gorrón ahí. Recuerden la que se armó cuando Lolita salió en televisión y no se le ocurrió otra cosa que invitar a su boda a todo el que quisiera ir. Un poco más y no puede casarse por culpa de la multitud que colapsaba la iglesia. Hemos de terminar viendo a Puigdemont, harto de patriotas que rondan por su casa desde primera hora de la mañana, de niños berreando patrióticamente y de parejas copulando no menos patrióticamente en el sofá, emulando a Lola Flores y gritándoles a todos: ¡si me queréis, irse!