Las bancarrotas escalarán este año cotas históricas y rondarán el récord anterior, acaecido en 2013, con 9.300 expedientes. A la sazón, España estaba saliendo de la mayor crisis financiera nunca vista, que se llevó por delante a las cajas de ahorros y ocasionó una debacle económica sin precedentes.

Ahora no sufrimos unos avatares tan extremados como los de entonces, pero el país ha vivido las excepcionales circunstancias negativas de la pandemia. Y hete aquí que Pedro Sánchez creyó conveniente arbitrar una insólita batería de medidas a fin de que las empresas pudieran sobrellevar los efectos del coronavirus.

Entre otras disposiciones, en marzo de 2020 implantó una original moratoria. Por ella, se suspendió la exigencia de instar concurso en que incurre toda sociedad incapaz de atender sus compromisos.

Asimismo, se anuló la facultad de los acreedores de pedir la quiebra necesaria de los morosos recalcitrantes, o sea, los que incumplen de forma pertinaz y generalizada sus obligaciones ordinarias.

Por último, y para redondear la faena, Sánchez extrajo de su chistera mágica una resolución propia de los más consumados prestidigitadores. Consiste en que las pérdidas registradas no hayan de computarse a la hora de calcular el volumen de los fondos propios.

Tal argucia significa sobre poco más o menos que las firmas devastadas dejen de estarlo por arte de birlibirloque, gracias a unos inauditos apaños de orden meramente numérico.

En virtud de semejante portillo de escape, una turbamulta de decenas de millares de compañías ruinosas ha seguido impávida en funcionamiento. Ha sesteado en una especie de limbo legal, cuando debería haber instado declaración de insolvencia y abordado la liquidación.

Pero la contabilidad creativa tiene un escaso recorrido. Lo cierto es que las entidades moribundas –también llamadas zombis– no han resucitado milagrosamente merced a los cambalaches regulatorios cocinados en los fogones de la Moncloa.

En consecuencia, una vez concluido el magnánimo plazo de gracia que se sacó de la manga el presidente, los difuntos societarios están acudiendo en masa a la jurisdicción mercantil para que tramite el pertinente siniestro.

Como viene reseñando cada semana Crónica Global, en la inmensa mayoría de los casos se trata de negocios totalmente aniquilados, carentes de activos y con un patrimonio negativo. O sea, exactamente como se encontraban ya tres años atrás, cuando soslayaron el sepelio gracias a las artimañas autorizadas por Sánchez.

El aplazamiento de los pagos estuvo sin duda bienintencionado, pero este tipo de providencias son pan para hoy y hambre para mañana. Se asemejan a una especie de huida hacia adelante que conduce directamente al vacío, puesto que la realidad mercantil no tolera los maquillajes y los burdos apaños jurídicos. Por mucho que se empeñe el Gobierno, las casas quebradas no van a revertir su desgracia. En estos lances, es aconsejable no perder más tiempo y promover sin dilación el fallido. Ocurre que los cadáveres corporativos no reviven y piden a gritos un entierro digno, antes de entrar en fase de descomposición.

En resumen, el fatal desenlace se ha retrasado durante dos años largos, pero no hay vuelta atrás que valga. De ahí el formidable auge que está experimentando el índice de siniestralidad empresarial.