De los cinco desdichados del sumergible Titán, que probablemente, a la hora en que escribo estas líneas, han muerto asfixiados en el fondo del mar, el único que nos da verdadera pena es el piloto, pues él hacía esas inmersiones absurdas con el meritorio objetivo de ganarse la vida, igual que tanta gente se dedica a trabajos absurdos, degradantes, peligrosos, o aburridísimos, para mantener a su familia, y merecen todo el respeto.

Ahora bien, los otros cuatro merecen poco respeto, por su condición degradante de turistas. El turista traerá riqueza a los países en los que defeca, pero lo degrada. Va vestido de forma imperdonable, sonríe bobo; y peor aún, el turista temerario, de “deportes de riesgo” o de aventuras carísimas y caprichosas, como meterse en un submarino precario para estar durante cuatro horas junto al pecio del famoso transatlántico, mirándolo a través de un ojo de buey, irrita especialmente. Sacude todas nuestras convicciones. Si se topa con problemas hay que gastar cantidades ingentes de dinero y de recursos para salvarlo. Salvarlo ¿de qué? De su propia estupidez. Carcome todas las simpatías y solidaridades humanas.

Otros articulistas han puesto el acento en la lacerante contradicción entre los esfuerzos denodados de los organismos internacionales de salvamento para rescatar a esos idiotas del Titán, con la muerte, cada año, de cientos, miles de jóvenes africanos que huyendo de la miseria, empujados por el hambre, emprenden el viaje a Europa a cara o cruz, a través de aguas turbulentas, en embarcaciones de fortuna, y que acaban también muertos sin llegar a la orilla. Otros llaman la atención sobre la fatalidad de que una tragedia (Titanic) llama a otra (Titan).

Otros ponen el acento en las señales acústicas, alguien allá abajo da golpes en la pared del sumergible… lo cual me recuerda el rito de cuando se muere un Papa, y con un martillito de oro, un cardenal da golpecitos en el ataúd al tiempo que repite su nombre, ya que si desde dentro nadie responde es que el Papa realmente ha muerto. En el caso del polaco Karol Wojtyla, la pregunta era: “Carolus? ¿Carolus? ¿Carolus?” No sé qué habrán preguntado al recientemente fallecido Benedicto XVI, Joseph Ratzinger. Supongo que el rito habrá sido el mismo: “¿Josephus? ¿Josephus? ¿Josephus?”

Me gusta el martillo de oro y las tres preguntas, y qué pena que nunca responda nadie desde allá dentro, desde el más allá. Pero volvamos al submarino amarillo, al Titán.

Más espantoso que todo esto que han certeramente destacado los periodistas es el momento terrorífico en el que, atrapados, sin poder salir de la jaula que tan cara les ha costado, los cuatro pasajeros se tienen que haber dado cuenta –muchas horas, muchos pensamientos— de que al embarcarse en esa aventura cometieron un horror garrafal que los desacredita ante sus propios ojos. Han sido tontos.

“El Titanic en realidad no me importa nada, no era más que una fantasía pueril, alimentada por relatos y películas idiotas”, tienen que pensar mientras se van asfixiando, allá abajo, dentro de esa lata, en el fondo del mar. “He pagado un cuarto de millón de euros, con los que tantas cosas habría podido hacer, por ver esa mierda de barco hundido, y lo único que he obtenido es este final precipitado y horrible: ¡Muero por tonto”.

Y créeme, lector, que no hay peor experiencia que el momento de lucidez en que uno descubre que es tonto. En esos terroríficos momentos, la muerte casi es bienvenida.