El expresidente Zapatero, al que el sanchismo ha rehabilitado –da la impresión de que a la desesperada– para intentar conjurar el nefasto pronóstico de las encuestas, dijo una vez una frase memorable: “La forma en la que llegas a un lugar condiciona todo lo que puedes hacer desde ese sitio”. Una afirmación exacta: en la vida corriente sucede exactamente eso. No es lo mismo conquistar una cima escalando en solitario que impulsado por el tercio familiar. Deber favores a otros reduce la libertad; concederlos, la amplía. Y reinar no equivale a mandar. 

El adelanto electoral del 23J, precipitado por Sánchez tras la debacle de las municipales, que en su momento trajeron a España la Segunda República y ahora parecen anunciar, hasta con metales sonantes, la definitiva decadencia política del PSOE creado en Suresnes, nos ahorró –a todos– seis meses de una campaña perfectamente estéril. Es evidente que el presidente del Gobierno no lo hizo por nuestro bien, sino en su beneficio: el precipicio era tan profundo y, quizás, irremediable que más valía un suicidio digno que una agonía a cámara lenta. 

La decisión, a juicio de la Moncloa, tenía algunas ventajas. Primero, diluía el tamaño del desastre del 28M –y, por tanto, la responsabilidad– con una nueva carrera electoral. Después, sorprendía a Sumar –o lo que quiera que sea el partido de autoyuda de Yolanda Díaz, ese curioso experimento de comunismo zen– y, en tercer lugar, obligaba a Génova a deshojar la margarita: con Vox o sin Vox. En esta última fase nos adentramos, después de ver el acuerdo político entre el PP y los ultramontani en Valencia y el desacuerdo en Extremadura.

En el primer caso, el pacto entre los conservadores y los nacionalistas españoles entierra la era del Botànic. En el segundo, en cambio, los socialistas se han hecho con la presidencia de la asamblea extremeña ante el notorio desacuerdo de las dos derechas. Salta a la vista que el efecto de Valencia explica el desenlace de Mérida. ¿Cuál es entonces el verdadero PP? ¿El que asume una alianza con Vox en la España del Mediterráneo o aquel que la rechaza, arriesgándose a unas nuevas elecciones regionales, en la antigua Emérita Augusta? 

Ésta es la disyuntiva que Feijóo tiene pendiente de resolver desde hace un año: o cohabitar con los ultramontanos, asumiendo el posible desgaste entre la parte más templada de su electorado, o vetar la incorporación del partido de Abascal a los gobiernos regionales. No hay más. La fórmula gallega del PP –hacer en unos sitios una cosa y en otros la contraria– tiene un recorrido que, tras el adelanto electoral, parece haberse agotado definitivamente. 

Génova tiene que elegir aunque no quiera hacerlo, porque los ultramontanos van a replicar en cada región donde sean necesarios para articular posibles mayorías –lo han hecho ya en algunos ayuntamientos– sus planteamientos más radicales y extremistas. Al ser una organización política sin experiencia de gobierno, nacida al calor del populismo importado, nada tiene que perder porque, en el fondo, con nada de valor cuenta todavía. 

Que los socialistas apelen a una alianza antifascista –su primera tentación de campaña, sacrificada de inmediato para intentar introducir el debate económico, era satanizar a Vox– no es, en contra de lo que algunos señalan, un factor relevante en el posicionamiento del 23J. Guste más o menos, Vox es un partido normalizado. Y no alcanza ni el 8% de los votos.

Su influencia política no es autónoma, sino una consecuencia derivada de la situación electoral del PP. Opera pues en función de cuál sea la debilidad o la fortaleza de Génova. Castilla-León y Valencia representan un modelo. Andalucía y Extremadura, otro. Y en ninguno de estos casos el PSOE sale ganando, aunque el PP sí pueda salir contusionado del trance.

Todo depende de dos cosas: la intensidad que alcance el movimiento antisanchista y los trasvases de votos de origen socialdemócrata. Si la primera pulsión garantizase al político gallego la conquista de la Moncloa, el deterioro que pueda suponer el modelo de Valencia y Castilla-León le sería soportable y veremos más acuerdos con los ultramontanos.

Si, en cambio, necesitase un trasvase de votos progresistas, que son los que le otorgaron la mayoría absoluta a Moreno Bonilla en Andalucía hace justo ahora un año, una hipótesis que puede darse en caso de una repetición electoral en Extremadura, no habrá más pactos de gobierno. 

Que Sánchez no salga de la Moncloa, a estas alturas, parece ser una tarea quimérica. Su último año de legislatura ha destrozado al PSOE que le votó en las primarias, cuyas bases y dirigentes intermedios, a excepción de quienes forman parte del búnker del sanchismo, ya lo han perdido casi todo. Saben que para recuperarlo algún día no les queda más remedio que perder ahora.

La coyunda política de Pedro Sánchez con Podemos, IU y los independentistas sitúa a los socialistas en uno de los extremos del tablero, dejándole libre al PP el amplio espacio de una centralidad (potencial) que por un lado limita con la derecha liberal y, por el otro, con la socialdemocracia civilizada. Feijóo debe decidir ya cómo quiere llegar a la Moncloa. Si no lo hace más pronto que tarde puede terminar ahogándose en la orilla.