La retórica de los independentistas se sustenta en un sofisma. Cuando los suyos vencen es un logro del pueblo catalán, cuando son derrotados, o superados por formaciones no secesionistas, es una maniobra orquestada desde Madrid. Están tan acostumbrados a las anteojeras de vaqueta que solo ven de frente como los equinos, avanzan ajenos a lo que sucede en los lados. Xavier Trias y Ernest Maragall se equivocaron al pregonar su pacto nacional-independentista. Su acuerdo dejaba fuera de juego la propuesta de tripartito de Ada Colau, al tiempo que resucitaba la política de bloques. Estaban tan inmersos en su campana de cristal que fueron incapaces de prever que Daniel Sirera y el PP -al igual que en su tiempo Calvo Sotelo- preferían una Barcelona roja a otra rota en añicos identitarios. Los errores políticos se pagan y no vale el lloriqueo ni la denuncia de la existencia de poderes ocultos y maniobras del Estado. Algunas plañideras olvidan que la Generalitat está gobernada por un partido que no ganó las elecciones, que lo hace en minoría y al que nadie le discute legitimidad. Solo se le acusa de inoperancia, falta de ideas y debilidad. Pues bien, esos mismos que se rasgan las vestiduras por la llegada a la alcaldía de Jaume Collboni obvian que en Gerona venció Sílvia Paneque y no va a gobernar. Otros callan sin rubor ante lo que se cuece y crece en el ayuntamiento de Ripoll. En Cataluña hay demasiados sepulcros blanqueados similares a los que describe el evangelio de Mateo 23:28 “por fuera dan la impresión de ser justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y maldad”. Son los escribas y fariseos del postprocés. 

Como despropósito añadido a tanta comedia primaveral conviene citar la insolvencia institucional de Pere Aragonès. No es de recibo que el presidente de la Generalitat acuse, en un importante acto protocolario, a Jaume Collboni, de haber llegado a la alcaldía mediante un acuerdo sellado en Madrid por dos grandes partidos de España; y, si así hubiera sido, el hecho sería tan oportuno como legítimo. A Pere Aragonès y Oriol Junqueras nadie les afea que pacten con Bildu de cara a las elecciones europeas y tampoco si lo hacen en Bilbao, Vitoria o Prats de Molló.

Mención especial merecen las reacciones primarias de los Maragall y Trias en la ceremonia de elección del nuevo alcalde de Barcelona. Al candidato de ERC le delató, y le delata, el resentimiento antisocialista que le embarga. Un personaje como él, que ha estado durante más de 40 años en la sala de máquinas del poder, no es el prototipo de la ingenuidad ni del juego limpio. Algunos aún se preguntan qué mente maquiavélica orquestó el veto para impedir que Miquel Iceta fuera elegido senador por el Parlamento catalán. Para más inri, Xavier Trias perdió los nervios y mostró su cara oculta. Su "que us bombin a tots" ("que os den a todos") se ha hecho tan viral como manifiesta su impotencia y la de los agentes de Waterloo.

Harina de otro costal es Ada Colau. La exalcaldesa se defendió lo justo pero con decisión y dicción de veterana activista. Podía haber optado por ser una Grigori Zinóviev del siglo XXI y despotricar de la socialdemocracia catalana acusándola de cultivar amistades peligrosas, no lo hizo. Sigue empecinada en proponer un pacto de progreso, un frente popular.

Afortunadamente el alcalde, Jaume Collboni, no entró al trapo y verbalizó un discurso serio y propositivo. Minutos más tarde la claca secesionista abandonaba cabizbaja el Saló de Cent. Lo viejo va feneciendo y lo nuevo comienza a andar.