La segunda cosa que cualquier conocido sabe de mí, rivalizando con mi nombre, es que tengo un pueblo que se llama Anguita. Quizá para alguien tan unido a su familia, el pueblo recuerda la epopeya familiar, esa abuela con dos críos, viuda antes de la treintena, que dejó la España rural en busca de estudios y porvenir para sus hijos; pero, desde luego, y muy esencialmente, rememora experiencias pasadas: risas, besos, paseos y meriendas. “Tener pueblo” es un don, quizá hoy (menguando la generación de nuestros mayores) cada vez más perdido. Bien dijera Rilke que la infancia es la patria de todo hombre o mujer, el verdadero Shangri-La íntimo e inseparable de todo ser humano. Los caminos que hicieron feliz a uno de niño son las arterias de su recuerdo eterno, una iniciación sagrada, un tatuaje en psique hecho con el mayor amor y el más sano de los recuerdos.

Es recurrido el argumento de que todo aquel que tiene pueblo piensa, sinceramente, que el suyo es el mejor, y sostener, ante cualquier duda, que más allá del pensamiento de cada uno, desde luego, uno mismo tiene razón. El patriotismo como afecto sin pretensión de superioridad alguna es un sentimiento puro como el más nítido amor; propio de su campo semántico, una suerte de Eros geográfico (sin ponzoña nacional) que encuentra su cauce en lo personal, en los caracteres de cada uno, en el afecto y apego.

En vísperas de elecciones es difícil justificar que deba existir una ley electoral que sobrerrepresente al mundo rural, lo despoblado, como si el urbanita no fuere a tener en consideración los lugares que forman parte de su pasado, de sus raíces, su pueblo. Saberse controlador de unos feudos más pequeños es tentador para los partidos mayoritarios, vistiendo todo ello de presunto interés por los caminos y los cultivos.

El problema de la España vacía o “vaciada” no es representativo, sino de fondo, y cada vez más sentimental. La sociedad de la inmediatez nos aleja de la poesía circunscribiéndonos en lo utilitario. En el pueblo todo falta, todo está lejos, el bullicio parece ser el eucaliptus del hombre moderno, koala acomodaticio y superficial, dependiente más de sensaciones que de sentimientos.

El santo y seña de esta España demográficamente menguante es la Celtiberia. Por tal región entendemos a un vasto territorio que aúna los actuales territorios de las provincias de Soria, Teruel, parte de Guadalajara (a excepción de la Alcarria que forma en buena medida parte del Corredor del Henares), Cuenca, Zaragoza (Comunidad de Calatayud y comarcas de Daroca y Tarazona) y partes de Burgos, Segovia, La Rioja e incluso de Castellón y Valencia. Geográficamente viene a coincidir con el Sistema Ibérico y con parte del Sistema Central que con él intercede. Se trata de un territorio con una densidad de población inferior a Laponia, que, sin embargo, se encuentra a una hora de Madrid o Zaragoza ciudad. Como repite Burillo Mozota, catedrático de Prehistoria de la Universidad de Zaragoza, estamos ante un terreno que comparte climatología, mutatis mutandis, con Nueva York, pero que tiene una densidad poblacional similar a las postrimerías del Círculo Polar Ártico.

Anguita, pueblo de Guadalajara, lindando con Soria y próximo a Aragón, podría decirse que está “en la Celtiberia nuclear”. Hace años que no alcanza los cien habitantes, y eso que no es de los pueblos más pequeños de la zona. Sus tiempos de gloria (fue cabeza económica del Común, posterior Ducado, de Medinaceli y es la zona con mayor densidad de restos celtibéricos) en los que fuera visitado por Felipe II o Ramón y Cajal (este de veraneo) parecen cada vez más lejanos, así como los de su territorio circundante. Las soluciones parecen difíciles, y el reto energético acecha cual las bestias del bosque dantesco.

Algunos de los mayores parques eólicos del continente proliferan por “lo vaciado”. Ahora llegan los huertos solares, atrás queda, parece, el fantasma del fracking y la minería industrial de uranio. Poca duda cabe que no hay porvenir sin riqueza, y que, sin industria o puestos de trabajo, el viaje hacia el progreso ni tan siquiera se empieza. Pero no debemos confundir la visión del originario, veraneante, visitante ocasional o solo del pueblo “en origen” con la del local, el que vive, el que está aún unido al lugar no sólo sentimentalmente. El sentimiento es en buena medida paisaje y no realidad y ya escribió Goethe: “¡Ay! Cuando nos apresuramos, cuando el allí se convierte en aquí todo resulta antes como después y nosotros nos quedamos en nuestra miseria, en nuestra restricción, y nuestra alma sigue sedienta del refresco liberador” (Carta de 21 de junio en Las penas del joven Werther).

Como en todo, la solución llegará con el equilibrio, o llegando a un acuerdo de mínimos, al menos con la puesta en consideración. El pueblo no debe desconfiar tanto de la ciudad, ni esta engullirlo todo cual Gargantúa. No cabe privar al pueblo de todo desarrollo, aun siendo industrial, ni querer imponer, desde la más naif de las mentes, un interesado paisaje. Es cierto que el pueblo es desconexión, libertad, y que como dijera Benjamin Franklin, allá donde mora la libertad, estará mi patria. Pero no dejemos de lado la realidad, ni impongamos una postal donde hay una parte, geográficamente mayoritaria, de nuestro país. Es el momento de dialogar sin prejuicios, que la ciudad no fagocite al campo, ni que se utilice el nombre de lo rural, no para solventar sus problemas, sino para descompensar el sistema electoral y servir a otros intereses.