Una de las mejores cosas que se han producido en España en los últimos tiempos ha sido la disolución y desaparición de ETA, hace ya 12 años. Más de 1.000 muertes, cientos de atentados y una acumulación de sufrimiento injustificable. Durante mucho tiempo, las noticias sobre nuevas acciones armadas nos golpeaban frecuentemente. Una guerra desmedida e incomprensible que ningún ideal político podía justificar y, menos aún, en un estado democrático. Ciertamente, su final no significó la conclusión de todo. Quedaban multitud de víctimas y sus familiares que deberían seguir viviendo con la sensación de que pagaban un precio muy alto sin saber muy bien por qué. A menudo, sintiéndose poco acompañadas y sin que la mayoría tuvieran el consuelo de que se les pidiera disculpas. Quedaban también los flecos de los casos no resueltos, los asesinatos sin clarificar la autoría, juicios pendientes. También cientos de terroristas encarcelados, muchos con condenas largas, con el peligro de que sus familiares quisieran mantener la cultura de la confrontación. Superar situaciones dramáticas, recuperar la normalidad, desgraciadamente exige generosidad y también un cierto grado de olvido. Para pasar página, recuperar la normalidad democrática, no se pueden mantener cuentas pendientes. Tiene algo de injusto, pero la alternativa de continuar con la violencia es mucho peor. Durante años hicimos un costoso aprendizaje.
La izquierda abertzale vasca hizo una apuesta por defender sus planteamientos en la política. No merecen agradecimiento por ello, pero ha sido extraordinariamente positivo para todos que lo hicieran. Bildu, que es su marca actual, ha realizado un trayecto notorio, además, hacia el realismo político. Se alinea con políticas progresistas de Estado y esto es bueno para todos y demuestra haber abandonado definitivamente los sueños del levantamiento y conflicto armado. Pero, a veces, aunque sea de manera simbólica, reivindica su pasado y, cuando lo hace, perjudica la reconciliación, a la democracia y, creo, que se perjudica a sí mismo. Hay fantasmas del pasado que no es muy recomendable blandir. Presentar en las listas electorales de Bildu etarras condenados por delitos de sangre es una muy mala idea se mire como se mire. Hay cosas que no pueden blanquearse ni normalizarse. Aunque legal, resulta repugnante y, para mucha gente, revivir el dolor y una especie de provocación. Que la presión les haya hecho rectificar no quita que el daño ya está hecho, demostrando que la historia reciente del País Vasco ha dejado muchas rémoras mentales y políticas que aún deben sanearse.
Lógicamente, la derecha española más cavernaria –¿hay otra?– ha aprovechado la ocasión alineando la totalidad de la izquierda, y especialmente el PSOE, con el terrorismo y sus herederos para reforzar su discurso polarizador y salvapatrias. Recurso al estómago, que no a la razón. Su planteamiento no responde a la realidad. El PSOE sufrió en las carnes de sus militantes lo peor de la violencia y justamente el Gobierno del PSOE fue quien rindió a la banda forzando su disolución. El Partido Popular, como también Vox, está en lo de “contra ETA vivíamos mejor”. Cuando la organización armada es ya pasada, sólo ellos la reviven para utilizarla como arma arrojadiza. Se resisten a pasar página porque el discurso centrado en ETA y las imaginarias connivencias de la izquierda, creen, les ayuda a captar algunos votos especialmente primarios. Una lógica argumental absolutamente irresponsable en busca de una polarización política que resulta irrespirable. Dialéctica guerracivilista en la que los rivales o contrincantes políticos son “enemigos a batir” utilizando una retórica agónica y el lenguaje de la violencia. Gran parte de la derecha española y occidental ha abandonado hace tiempo los valores liberales y democráticos que la habían caracterizado y que hicieron posibles alternancias políticas cómodas a la mejor Europa. Ha prescindido de la inexcusable práctica del respeto, reconocimiento y tolerancia con el adversario, lo que es hacerlo con la sociedad. Se ha asilvestrado de forma notoria y aunque se presenta ridícula y puede inducirnos al humor, tiene un componente disolvente del sistema político y la cultura democrática que pagaremos caro.