Las campañas electorales se resumen ahora en una ristra de promesas de los candidatos de turno, a veces en forma de propuestas, que por lo general acaba llevándose el viento. Tanto da que sea la implantación de veinte superillas más como eliminar a los Borbones del callejero, cubrir las rondas de Barcelona o zambullirse en una suerte de subasta de ofrecimientos que saben que no conseguirán cumplir. Podríamos coincidir con Molière en la idea de que los hombres son similares a la hora de formular ofertas y les diferencian sus acciones posteriores.

Es posible que la gente se lo tome a chacota, de lo burdo que resultan en muchas ocasiones. Personalmente me provocan una especie de reacción automática similar a la de los perros de Pávlov e, inevitablemente, me trae a la memoria aquello de "y también dos huevos duros" que inmortalizaron los Hermanos Marx en Una noche en la ópera. Podría añadirse "y un karaoke" para entregarse al divertimento.

En campaña hay barra libre para decir cuanto se ocurra y donde sea, con tal de atraer la atención del elector. Aunque algunos expertos consideran que las campañas apenas varían el voto, mientras el pacto electoral entre candidatos y votantes solo puede romperlo una de las partes. Lo evidente es que la suerte parece echada: en una semana tendremos resultados y el día 29 empezará realmente el baile de los pactos. Con todos los respetos para los más de ocho mil municipios de España, el caso de Barcelona nos ocupa especialmente, como residentes y por trascendencia global en el país. Quedan siete días para que acabe esta especie de pesadilla, aunque lo que venga puede ser quizá peor.

Se podría añadir la igualdad que se manifiesta en cabeza a tenor de los datos arrojados por las encuestas. Veremos si los indecisos son finalmente tantos como se aventuran, si hay voto oculto o son simplemente abstencionistas agazapados. Por si acaso, el consistorio ha aplazado hasta el 5 de junio la celebración de la Segunda Pascua, no sea que amanezca un día radiante, la gente se tome el puente y huya de los colegios electorales. El domingo por la noche podemos tener un confuso panorama esclarecido. La igualdad que se detecta hace que el nerviosismo se apodere de los estados mayores de los partidos competidores y conduce a temer un panorama singular: con una baja participación, y las encuestas no son precisamente halagüeñas, Barcelona puede acabar gobernada por una formación que apenas obtenga un diez por ciento o poco más del censo. Así que el sufragio, más allá de un derecho, se presenta ahora como un deber cívico a pesar de tanta estupidez como escuchamos.

Emiliano García Page, presidente de Castilla-La Mancha desde hace ocho años y candidato a renovar el cargo, sentenciaba estos días que el nivel de la política nacional actual es el peorcito que ha visto en democracia. Es probable que sea una opinión bastante generalizada, pero sobre todo pone de relieve la necesidad de volver a la política con mayúsculas que, entre otras cosas, permitió hacer una transición ejemplar. Otra cosa es que sea él precisamente quien lo asevere con tanta contundencia.

El historiador Tony Judt expresaba su preocupación por la crisis de la socialdemocracia aludiendo a lo que denominaba "la irresponsable grandiosidad retórica" que lleva a proponer grandes objetivos sin voluntad real de alcanzarlos o realizarlos. Cuestión esta que no obsta para que se hayan alcanzado importantes logros sociales que no han impedido el desgaste provocado por comportamientos más pragmáticos.

Cierto es que uno no se dedica a recorrer Barcelona barrio a barrio para palpar el ambiente electoral. Pero está claro que el voto tiene que ganarse uno a uno y vale igual el de Sarriá Sant Gervasi que el del Raval o Poble Nou. Suman igual. Y en todos ellos pesa ese descrédito de la política, la desconfianza hacia la misma, que es imprescindible superar si queremos avanzar por una vía de consenso que nos encarrile en el progreso y no se bloquee el ascensor social que ha supuesto el estado del bienestar.

Volviendo a Tony Judt: "Hay mucho que conservar, preservar y defender. Pero en las actuales circunstancias hay mucho que cambiar para conservar los valores y políticas nucleares progresistas". Por encima del antisanchismo militante, cuesta interpretar la actitud del PP de no reflexionar sobre el hecho de que muchas de las medidas vigentes benefician también a sus electores. Y carece de importancia saber si la primera edil barcelonesa se sabe la letra de La Internacional, basta con constatar su escaso interés por la política industrial y la falta de alusión a la clase trabajadora en el más amplio de los sentidos.

De momento, parece claro que predominan los diagnósticos y escasean las ideas. Mañana podrá verse un debate en TV3 y habrá que esperar a ver el tono en que se desarrolla. Hasta el momento, cuesta poder decir que hemos vivido un debate real esta última temporada, repleta de líneas rojas y cinturones de castidad política. Acaso porque nada es lo que parece en Cataluña, no tanto por haber descubierto que el Santo Cristo de Lepanto era blanco, como por el hecho de vivir alegremente sin u Govern que merezca tal nombre. Lo fundamental, si se me permite insistir en ello, es votar, aunque sea con una pinza en la nariz. Lo dicho: ¡a votar!