Hace poco cené con una amiga que hacía tiempo que no veía y después de dos copas de vino blanco empezamos a hablar de la educación de nuestros hijos (su hija tiene 6, el mío todavía no tiene 3). Ella insistió en que los dos pilares fundamentales de su educación, además de la escuela, serían hacer deporte y viajar. “Deporte y viajar, deporte y viajar”, insistía mi amiga, que es muy deportista. Su insistencia en estos dos únicos aspectos me puso un poco nerviosa. “Quizás también estaría bien leer libros, o escuchar música…”, la interrumpí. Además, ¿qué ocurre si a nuestros hijos no les gusta el deporte, o sufren algún tipo de lesión o discapacidad que les impide jugar al tenis o ir a correr?

Por otro lado, lo de insistir tanto en viajar me pareció un poco elitista. No porque tus hijos hayan ido de vacaciones a Vietnam o Costa Rica van a ser mejores o peores personas. Personalmente, nunca he comprado la idea de que viajar abre la mente. He visto mucho expat y viajero con actitudes racistas hacia la población del país donde está, desde franceses viviendo en Barcelona a turistas catalanes viajando por China. “Viajar abre la mente si sales de tu pueblo con la mente abierta”, le dije a mi amiga en un tono un poco repelente, animada por el alcohol.

Me acordé entonces de una frase de la novela que acabo de terminar, Viajes con mi tía, de Graham Greene: “Nuevos paisajes, nuevas aduanas. La acumulación de recuerdos. Una vida larga no depende de los años. Un hombre sin recuerdos puede llegar a los cien años y sentir que su vida ha sido muy corta”. Y los recuerdos no tienen tanto que ver con cuánto viajamos, sino con cómo viajamos. Si somos capaces de observar más allá de las atracciones turísticas y las diversiones de postal, de ser curiosos, de no juzgar lo que vemos, sea en Hanói o en Igualada.

La conversación fue empeorando a medida que se acababan el sushi y el vino blanco. “Yo a mi hija nunca la ayudaré con la hipoteca, tiene que aprender que las cosas materiales cuestan esfuerzo, que hay que trabajar”, dijo mi amiga, que tiene la suerte de tener un negocio que funciona y estar casada con un hombre que trabaja en banca y se gana bien la vida. Preferí no responder. ¿Y si su hija decide ser periodista? ¿Música? ¿Artista? Dudosamente podrá costearse una hipoteca o vivir sola de alquiler. ¿La forzará a trabajar de algo que no le gusta? Para consolarme, recordé otra frase brillante de Viajes con mi tía. “Tal vez sea la libertad, de expresión y de conducta, lo que realmente envidian los fracasados, no el dinero ni siquiera el poder”.