Lo más llamativo de las elecciones municipales en Barcelona y, en general, en toda Cataluña es la superación de los bloques ideológicos, de ambos ejes, tanto el clásico (izquierdas frente a derechas) como el territorial-identitario (separatistas contra constitucionalistas). Fíjense que, excepto Ada Colau, que interpela a socialistas y republicanos a favor de un pacto de izquierdas para garantizarse su continuidad al frente del ayuntamiento, la sombra del tripartito no aparece en ningún debate, más allá de alguna puya suelta. Existen cero posibilidades de que los partidos que se sitúan en la izquierda (BeC, PSC y ERC) pacten después del 28 de mayo a fin de evitar que Xavier Trias alcance la alcaldía en caso de victoria. Quien en 2019 fue determinante para la reelección de Colau, el socialista Jaume Collboni, se ha comprometido esta vez a no hacerla nuevamente alcaldesa, aunque tampoco, claro está, a votar al exalcalde de CiU. En definitiva, o César o nada.
En el lado independentista, Trias esconde las siglas de su partido, huye de cualquier compromiso soberanista y espera que le voten todos los que quieren echar a Colau del ayuntamiento. Las encuestas detectan que hay un 30% de electores que en 2019 eligieron la papeleta de Manuel Valls que se lo están pensando. El difunto procés no está ni se le espera en campaña. El candidato de Junts silba cuando desde Valents, PP o Ciutadans le hablan de la huida de empresas por culpa del independentismo. Y no desmiente que pueda votar a Collboni si con ello evita cuatro años más de Colau, incluso en la hipótesis de que el PP fuera necesario para esa suma. Por su parte, Ernest Maragall carga contra el PSC por no ser “ni catalanista ni socialista”, pero se olvida por completo del 2017, y esconde que en Madrid su partido no ha hecho más que pactar con el PSOE. La fobia de ERC hacia los socialistas catalanes ha dejado de lado por fin el argumento de la “represión”, tan usado por Oriol Junqueras, para centrarse en que llevan mandando en los ayuntamientos metropolitanos desde siempre, y a que se enfrentan a un “régimen que compra voluntades”, en palabras de Gabriel Rufián, candidato cunero a la alcaldía de Santa Coloma.
En 2019, casi 60.000 papeletas separatistas se fueron a la basura en Barcelona porque ni la CUP ni la lista Primàries, que encabezaba Jordi Graupera, consiguieron representación. El voto independentista se dividió en cuatro candidaturas, de las que dos se quedaron fuera del ayuntamiento. De haber concentrado algo más el voto, el resultado hubiera sido muy diferente. Esta vez, sin embargo, hay muchos independentistas decepcionados con sus líderes y partidos que se abstendrán de forma activa. El procés, que había dominado la vida política catalana desde 2012, se ha esfumado y solo quedan sus cenizas, con alguna leve referencia en los debates que cae en el vacío. Curiosamente, tampoco el eje izquierda/derecha funciona como antes. El discurso sobre el crecimiento económico, enfrentado al sueño decrecentista de los comunes y en parte de ERC, une más de lo que parece a PSC, Junts y al PP, por ejemplo, en favor de la ampliación del aeropuerto. En Cataluña no existe tampoco la polarización en torno al sanchismo y al Gobierno de coalición que sí funciona en Madrid y en otras partes de España, y que pretende convertir estas elecciones en una primera vuelta de las generales. Las municipales catalanas van de municipales por primera vez desde hace muchos años, y eso es siempre una buena noticia.