Los boletines oficiales del Estado y de las Comunidades Autónomas propinaron el año pasado a los ciudadanos 1,3 millones de páginas de disposiciones, con alza de un 22%. Semejante diluvio impreso equivale a una hilera formada por 1.300 gruesos tomos de 1.000 folios.

Las cifras son mareantes. Significan que los feligreses deseosos de estar al día sobre los preceptos vigentes habrían de leer y digerir cada jornada, fines de semana incluidos, la bagatela de 3.560 páginas de apretado texto.

Es de subrayar que las ínfulas dirigistas de las autonomías baten todas las marcas de desenfreno habidas y por haber. En 2022, por ejemplo, excretaron en conjunto más de un millón de páginas, mientras que el BOE “sólo” largó 250.000. En ambos casos se trata de magnitudes récord en las épocas recientes.

Al maremágnum coercitivo nacional se añade el emanado de la Unión Europea, que no es moco de pavo. El año último, los eurócratas promulgaron 2.250 directivas y ordenanzas que afectan a todos los habitantes del viejo continente.

Las pobladas legiones de burócratas se valen en forma abusiva del viejo principio de que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento. Y siguen empeñadas en producir órdenes a chorro. Pretenden, así, constreñir y disciplinar las conductas de los individuos hasta sus recovecos más íntimos.

En consecuencia, el españolito de a pie siempre va vendido a la hora de cualquier tarea rutinaria como aparcar un coche, alquilar un piso, cubrir una terraza, contratar un empleado, reclamar una deuda o instalar un puesto de pipas. ¿Acaso sabe alguien cuántas ordenanzas rigen tales supuestos?

Tácito escribió hace dos milenios que cuanto más corrompido se halla un Estado, más se multiplican los decretos. Por su parte, el filósofo Descartes dogmatizaba en 1630: “Los estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia”.

Si tomamos la oración a la inversa, cabe deducir que la Administración benefactora que se ufana de ampararnos desde la cuna hasta la tumba, no es precisamente un modelo de orden y eficacia.

La diarrea reglamentista llega a su cénit en cuestiones tributarias. Estas adolecen de una permanente inseguridad e incertidumbre. Las normas cambian a velocidad vertiginosa. Parece que el legislador quiera sorprender de continuo a los ciudadanos sin darles respiro para otra cosa que no sea extraer el dinero de sus bolsillos y transferirlo a las arcas públicas.

Basta observar lo que ocurre con el IRPF o las cotizaciones laborales, que son objeto de modificaciones sin tasa, siempre con un objetivo único: sangrar con ferocidad a los contribuyentes.

La barahúnda jurídica acarrea otras derivadas nefastas. Una de ellas estriba en que muchos de los nuevos mandatos son de bajísima calidad. Incurren en contradicciones garrafales o encierran omisiones clamorosas, que los convierten en una auténtica bazofia. Al cabo de poco tiempo han de enmendarse con sucesivos parches.

Para muestra el botón de la perversa ley del “solo sí es sí”. Su solemne aprobación por el Congreso desencadenó la salida de la cárcel de un centenar de violadores y la rebaja de condenas a otro millar. Seis meses después, se ha tenido que reformar el bodrio deprisa y corriendo.

En resumen, el cuerpo normativo español ha devenido un galimatías indescifrable. Engorda sin cesar y está pidiendo a gritos unas podas draconianas.

Este desenfreno intervencionista ha generado una selva inextricable de regulaciones que no hay mente humana capaz de asimilar.

Su siniestro corolario es que daña gravemente y sin remedio a todo el tejido económico patrio.