Desde que el rock dejó de ser relevante, tanto a nivel musical como social, las escasas estrellas del género que aún congregan a cientos de miles de personas que acuden a sus conciertos y compran sus discos (o se los bajan de la red) se están convirtiendo en una extraña mezcla de dios pagano y gurú de secta. Sus fans parecen a menudo los feligreses de su iglesia particular y establecen una relación que ellos consideran prácticamente personal con el objeto de su adoración y que no puede compararse con la que se producía entre un artista y su público en los buenos viejos tiempos de los Beatles y los Stones, una época en la que todo el mundo se esperaba a que te murieras para beatificarte (véase el caso de Elvis y los visitantes de Graceland, que acuden a la mansión del difunto como el que va al Vaticano). Es así como hemos llegado a la actual situación, en la que los conciertos de las pocas estrellas rutilantes que quedan en el firmamento pop parecen misas en las que el oficiante es un señor que se desgañita desde el escenario. Bono, de U2, ha hecho especiales esfuerzos para convertir un concierto de rock en una misa, pero quien realmente lo ha logrado, yo diría que a nivel global, es Bruce Springsteen, también conocido como The Boss (o, entre sus fans barceloneses, los que van a llenar sus dos actuaciones de este fin de semana en el que teóricamente se celebra el día de la clase trabajadora, lo que aquí implica que Pepe Álvarez se pide una ración doble de gambas, El Bruce, como si hubiesen ido al colegio con él).
Al Boss se le acaba de dar en mi ciudad un recibimiento digno del Mesías, como ya es costumbre, y hay que reconocerle que, para la ocasión, ha fichado dos apóstoles de lujo: nada menos que un expresidente de los Estados Unidos y el director de cine más famoso del mundo (con permiso de Almodóvar). A Obama y Spielberg les hemos reservado el habitual tratamiento a lo Bienvenido, Mr. Marshall, consistente en aplaudirles por las calles, seguirlos al restaurante de lujo en el que cenan e intentar arrancarles alguna declaración sobre lo estupenda que es Barcelona, aunque sobre esto último no hace falta que se extiendan, ya que el Boss se encarga personalmente de alimentar esa leyenda urbana según la cual existe una relación especial entre el cantante de Nueva Jersey y la millor botiga del món. Las imágenes de TV3 al respecto eran estupendas: El Bruce firmaba autógrafos a sus fans y un periodista le preguntaba por Barcelona; respuesta del Boss: Barcelona it’s the best. Y, ante la insistencia del reportero en el tema, el hombre añadía: Always!, a ver si así le dejaban en paz de una vez, que ya tiene 73 años y no está para tabarras.
Yo no sé si existe una relación especial de Springsteen con Barcelona, pero lo que sí existe, indudablemente, es una adoración sin fisuras hacia él por parte de sus fans barceloneses que se remonta a hace más de cuatro décadas, como demuestra la exposición del fotógrafo Francesc Fàbregas en el Palau Robert de las imágenes del primer concierto del Boss por aquí en el ya lejano año de 1981 (y que se parece un poco a la que la ciudad sentía por Woody Allen —cuyos insufribles conciertos de dixie se llenaban—, por lo menos, antes de que cayera en desgracia y su propio país procediera a cancelarlo). Los fans son, por definición, colectivos acríticos filo religiosos para los que su ídolo es una cuestión de fe. Los de Springsteen en Barcelona son, directamente, una inmensa pandilla de true believers para los que todo lo que hace su líder espiritual está bien. Desaconsejo discutir con ellos sobre la carrera del Boss porque no están para sutilezas y te aplican la excomunión en cuanto dices que el tono épico de algunas de sus canciones te saca de quicio o que tu disco favorito es Nebraska, aquella joya minimalista grabada a voz y guitarra pelada en la que el corazoncito de Springsteen quedaba a la vista y de manera muy convincente. Nadie resume mejor la adoración barcelonesa por El Bruce que el amigo Manel Fuentes, que es un chaval estupendo, pero ha sido capaz de dedicar lo mejor de su tiempo a montar uno de esos grupos de homenaje (bandas tributo, las llaman, saltándose cualquier regla gramatical española) a su líder espiritual (y hay que reconocerle que sus versiones las clava).
Puede que el rock & roll lleve muriéndose desde que empezaron los Strokes a principios de este siglo, pero es indudable que los cuatro que quedan representándolo han alcanzado una categoría divina. Y han conseguido, como es el caso de Springsteen, algo insólito: ser millonarios, formar parte de la american royalty (como demuestra la aparición en Barcelona de Obama y Spielberg), cobrar auténticas fortunas por las entradas de sus conciertos y lograr que sus entregados fans los sigan considerando gente cercana, como ellos, tan auténticos como cuando solo actuaban en bares cutres de Nueva Jersey (que ejercen, en cierta medida, la función de portales de Belén en su condición de humildes decorados que no parecían presagiar la muy rentable crucifixión que vendría después).
Es curioso: mientras el rock se muere de asco y abandono, algunos supervivientes del género han alcanzado un estatus divino, como demuestran las apariciones de Springsteen en Barcelona; aunque coincidan prácticamente con el día de la clase trabajadora (A working class hero is something to be, cantaba Lennon), a lo que se parecen de verdad es al Domingo de Ramos, cambiando al Mesías por El Bruce y al burro, con perdón, por Barack Obama o Steven Spielberg. En cualquier caso, la Iglesia de Bruce, aparentemente laica, parece gozar en mi ciudad de más feligreses que las religiones tradicionales. En eso consiste, probablemente, la relación especial entre Barcelona y El Bruce.