El cambio de sede de Ferrovial ha generado una enorme controversia, cargada de argumentaciones interesadas y acusaciones mutuas; un escenario de enorme confusión, imposible de descifrar. Unas semanas en las que se han multiplicado los posicionamientos de unos y otros, en que cada cual ha leído la jugada conforme a sus propios intereses. Nada que no fuera de esperar.
Sin embargo, me he sentido muy extrañado por un hecho: la reacción de los dirigentes de Ferrovial. Me sorprende que la respuesta política y social a su anuncio de traslado les haya sorprendido. Todo señala que no esperaban la polémica generada y que siguen sin entender su porqué. De sus declaraciones se deduce que les domina la sensación de que si lo que se propone es legal, a qué viene tanto lío.
La salida de una corporación como Ferrovial, por su presencia tan relevante y su trayectoria muy vinculada a la economía española, hubiera ocasionado un cierto alboroto en cualquier momento pasado, incluso en los de mayor prosperidad. Y no sólo en España, aún más en algunos grandes Estados europeos, aquellos hábilmente proteccionistas y con una mayor tradición de políticas industriales activas.
Pero que hoy, en las circunstancias tan enrevesadamente complejas y amenazantes que vivimos, sorprenda la reacción social y política cuesta de entender. Sólo puede comprenderse en la medida que una parte de nuestras élites se ha escindido de la sociedad que les rodea, y viven radicalmente al margen del sentir del común de los ciudadanos. Una realidad cada vez más indiscutible.
En fin, que no todo el mundo tiene la suerte de ser como aquellos accionistas de Ferrovial que, en la reciente Junta General que aprobó el traslado, proclamaban eufóricos y convencidos: “Es de patriotas mantener el dividendo”.