Mala semana la pasada para Xavier Trias. Aun sin disponer de datos demoscópicos actualizados y, por supuesto, fiables, parece claro que en la medida que asciende la visibilidad de Junts, descienden sus expectativas de alcanzar la alcaldía. Al menos es una hipótesis de trabajo realista tras unos días en que se han sucedido la condena a Laura Borrás y la aparición en cuerpo presente de Clara Ponsatí. Suerte para él que comenzamos una semana con color de vacaciones y alejamiento de la realidad cotidiana; después, ya veremos cómo se sigue desarrollando esta interminable campaña electoral. El candidato de Junts-sin Junts quizá sea quién más agradezca este parón de ocio, mientras se reconforta con el recuerdo y la compañía de los buenos amigos. Cada acontecimiento de este tipo le obliga a pronunciarse entre el independentismo y el voto útil al que aspira.

Todo en el independentismo se reduce ya a algo meramente simbólico, residual y escaso; apenas queda una escasa dosis de victimismo del que son reos incluso quienes lo alientan, particularmente ERC y Junts, enfrascados además en una lucha fratricida sin cuartel. Ahora bien, el caso de Laura Borrás tiene sus singularidades a partir de una sentencia que, por normal que pueda ser a decir de los expertos, resulta chocante: condena e indulto en el mismo paquete. Nada que objetar en un momento en que la clase dirigente catalana sigue manifestándose tan inútil como incompetente, incapaz incluso de consensuar medidas para hacer frente a la sequía, mientras se pierde el tiempo a modo de ejercicio cotidiano.

En estas condiciones, la presidenta de Junts, al margen de la avería que pueda hacer al candidato Trias, debería dimitir motu proprio aunque solo fuese por una cuestión estética. Mantiene al Parlament en una situación de interinidad institucional por que no ha renunciado a la presidencia y acabará siendo quien tenga que hacerse cargo de resolver este marrón; pero además está tensando a su partido hasta ponerlo al borde de la ruptura. No falta quien opine que de la asamblea autonómica no la echarán ni con agua hirviendo; tampoco dará un paso a un lado en la formación que preside y le reporta unos emolumentos anuales de cien mil euros, además de coche, chofer y asistente. Salvo que acabe resolviéndolo la Junta Electoral Central, a quien pueden estar rogando a hurtadillas al menos algunos de sus compañeros de militancia e incluso los letrados del Parlament para que la aparten de la institución en cuanto empiece oficialmente la campaña electoral dentro de un par de días.

Si en el caso de esta señora la situación puede tener un interés relativo por el papel que desempeña en el día a día de Cataluña, en el de Clara Ponsatí cuesta más saber a quién le puede interesar lo que haga o diga a estas alturas. El único mérito que se puede arrogar es haberse instalado en Bruselas y autoproclamarse exiliada, salvo que su gesto de presentarse de súbito en Barcelona sea el preámbulo de algo. Todo suena a preludio de ópera bufa, aunque cabe preguntarse si hará lo mismo Carles Puigdemont en plena campaña electoral para revolver el gallinero y avivar las brasas de un independentismo en horas bajas. La todavía eurodiputada, a quien tampoco se ve con vocación de mártir, ha vuelto a hablar en su corta visita a Barcelona de la posibilidad de que haya muertos para llegar a la independencia, comparándola con la de otros países. Lo más llamativo es que todas las revoluciones a lo largo de la historia tenían por objetivo alcanzar el poder por sus promotores. Lo paradójico en el caso de Cataluña es que los dirigentes indepes ya lo tenían y pusieron en marcha una revuelta para perderlo.

En definitiva, quien debe estar feliz y contenta es la candidata de los comunes, Ada Colau. A su combate bipolar con Xavier Trias todo parece irle de perlas. Al margen de estar en un estado de pulsión propagandística permanente, habrá que reconocerles que manifiestan unas ganas de ganar indiscutibles. Algo que no se aprecia en el resto de formaciones concurrentes a los comicios municipales, cuyo principio rector de campaña parece reducirse a no meter la pata, no equivocarse en lo que hacen o dicen, aunque más exactamente sea en lo que no hacen ni dicen, instalados en el oxímoron de un silencio estruendoso. En lugar del axioma de que a nadie le gusta perder, por lo ambiguo y dudoso del voto al perdedor, aquí parece imponerse la tesis de que a nadie le apetece ganar, salvo a los comunes.

Se ha repetido hasta la saciedad que las elecciones se ganan en el centro del electorado, sobre todo porque las encuestas dan un elevado porcentaje de personas que se sitúan en esa franja en torno al cinco en una escala de uno a diez. Tal vez habría que reflexionar sobre la idea de que las victorias electorales en nuestro país son efecto, sobre todo, de la división de la izquierda y la tendencia a quedarse en casa y optar por la abstención. El éxito del socialismo no estriba tanto en lo que pueda captar en campo ajeno como en el hecho de que la izquierda se movilice. Y esa es también la razón del triunfo que pueda tener el PP, dado un pasado franquista que empuja a muchos ciudadanos a situarse en un entorno PSOE sin ser necesariamente socialistas. Ahora bien: si el PSC cree que puede ser una ventaja “españolizar” la campaña en Cataluña porque la gente se pone del lado de quien gobierna, es decir, Pedro Sánchez y el PSOE, puede ser un error estratégico mayúsculo.