Decía Josep Ferrater Mora en su ensayo Les formes de la vida catalana (1944) que los cuatro rasgos que mejor definían a un catalán eran “el seny, la ironia, la continuïtat i la mesura”. Aseguraba también que Cataluña se había convertido en presa de una obsesión que había mutado en una enfermedad: la dependencia del pasado. Al haberse elaborado esa historia nacional como una acumulación de heridas y agravios, el resultado había sido una memoria victimista, un recurso recurrente para los discursos políticos. Cuarenta años más tarde, el filósofo reconocía que el excesivo carácter idealizado de las cuatro formas era ya anacrónico y no respondía a las reivindicaciones cambiantes del contexto de la transición democrática.
Este tipo de ensayo sobre psicología colectiva ya no goza de mucha aceptación en la actualidad, incluso puede resultar políticamente incómodo. El nacionalismo catalán no suele admitir en público que sus exigencias se vinculan a la existencia de una raza, una etnia o un alma catalana. Su afirmación nacional ya no se plantea como la defensa de unos caracteres esencialistas, sino como una lucha por una cultura única y excepcional, en defensa de una lengua supuestamente propia y oprimida, y por una soberanía nacional que reside en un “sol poble”.
Pese a estos matices discursivos la realidad es tozuda, y una y otra vez el nacionalismo torna de manera instintiva al abrevadero del esencialismo para defender lo indefendible. Las declaraciones de Joan Laporta y de toda su cohorte barcelonista, incluido el verso suelto de Gerard Piqué, han insistido en la existencia de una sempiterna conspiración sistémica que pretende manchar el escudo del Barça. Según sus razonamientos, con la denuncia colectiva de la presunta corrupción futbolística se está produciendo un ataque directo a Cataluña al desprestigiar su símbolo más universal y exitoso.
Este victimismo no es necesariamente hispanófobo. Lo explicó muy bien Rovira i Virgili: “¿Odio a España? No, no; no es eso. Los nacionalistas catalanes no sienten odio a España. Sienten, sí, el resentimiento de quien se cree atropellado y humillado”. Así es, el victimismo catalanista es una creencia, arraigada como una forma de vida. Surge cuando el nacionalismo fracasa o cuando no realiza ningún esfuerzo por construir el futuro, pero exige que ese futuro se le entregue por el mero hecho de ser en esencia catalán, atropellado y humillado, y vuelta a empezar.
Haría bien el nacionalismo catalán, en sus distintas variantes, en releer a Ferrater cuando reflexiona sobre la necesidad de construir y aportar: “La mera existència necessita esforç, i sense aquest esforç tots els futurs amb què Catalunya pogués mentalment comptar serien com una d’aquestes portes pintades que tots hem vist en les façanes d’algunes cases camperoles, porta sense entrada i sense sortida contra la qual hom no pot fer més que això: estavellar-se”.
El victimismo barcelonista, como lo es también el lingüístico, es una puerta ferreteriana, que por más que la abran o la cierren no conduce a ninguna parte, a ningún futuro. Pero el problema no es sólo que el nacionalismo insista en estamparse una y otra vez contra la pared, acusando al resto de los españoles de sus heridas autoinfligidas. El problema mayor es que el nacionalismo con su pertinaz victimismo ha conseguido convencer a muchos que su fiesta, con todas sus celebraciones y desatinos, ha de ser sufragada por el resto, de catalanes y culés digo.