La fiscalía ha expresado públicamente su insatisfacción respecto a la Iglesia católica. Por más que ha reclamado información sobre casos de pederastia, apenas ha recibido nada. Es un caso más de una organización cuyos estatutos internos (el secreto de confesión) justifican la obstrucción a la justicia. ¿Cómo es posible que el ordenamiento jurídico español no corrija esta anomalía? Los sacerdotes tienen derecho a callar sobre las conductas que consideran pecaminosas, pero no debería permitírseles que callaran también sobre comportamientos delictivos. Por más que los obispos se empeñen, las leyes de su Dios solo afectan a quien quiera asumirlas; las del Estado, en cambio, obligan a todos, aunque lleven sotana o hábito.
Sin embargo, en nombre de ese Dios del que no tienen más prueba que su propia fe, los católicos pretenden imponer sus normas a los demás. Se opusieron a que otros se divorcien, rechazan la eutanasia para el resto de la gente, están contra el aborto de cualquiera. En general combaten toda ley que suponga una ampliación de la libertad sexual individual. Pero también están en contra de la redistribución de la riqueza. Dicen procurar por los pobres, pero se niegan a colaborar para que lo sean menos y han conseguido exenciones de impuestos, además de apropiarse de una cantidad de dinero más que notable cada año. No solo el 0,7% de quienes quieran donar a la organización. Si lo que los católicos dan no llega, el Estado se ve obligado a poner el resto hasta unos mínimos acordados. Y, desde luego, no se lo gastan en cirios. Realmente, la Iglesia católica es un problema grave para el conjunto de España.
Acaba de publicarse un volumen de textos del recientemente fallecido Javier Aristu, que fue militante de la izquierda y concejal en Sevilla por IU. Se titula Señoritos, viajeros y periodistas. Miradas sobre la Andalucía del siglo XX, e incluye un vibrante y emotivo prólogo de Antonio Muñoz Molina. Aristu recoge la perspectiva que han legado autores como Juan Goytisolo, Juan Marsé, Joan Martínez Alier, Gerald Brenan, Ian Gibson y Ronald Fraser y anota su utilidad para desmontar los mitos construidos por el andalucismo de pandereta y sacristía, desde Pemán a Canal Sur. Por cierto, nada distante de TV3 en lo que a ombliguismo y zafiedad se refiere. Pero, como casi todos los buenos pensadores, Aristu, al hablar de Andalucía, trata de comprender la España de hoy, heredera de un ayer sombrío. Retomando una reflexión de Santos Juliá, apunta que hay dos elementos fundamentales en conflicto: el “pensamiento católico conservador”, a cuya cabeza figura la Iglesia católica con su aparato educativo, y el laicismo renovador y progresista. Ese enfrentamiento, escribe, “llegó a constituirse en una de las razones fundamentales de la Guerra Civil” que no fue “tanto un conflicto entre derecha y comunismo, entre los valores de derecha o izquierda, como una pugna entre religión católica y laicismo o, en otra variante, entre tradicionalismo y liberalismo”.
Cada vez que se da un paso hacia adelante en materia de libertades y bienestar social, lo que solo ocurre cuando gobierna la izquierda, la Iglesia se moviliza en contra. La Iglesia como entidad, al margen de que en su interior haya personas con sensibilidad distinta que no dejan de expresar su incomodidad. Pero como sea que comparten la idea de Cipriano de Cartago de que fuera de la Iglesia no hay salvación y creen que habitan en un valle de lágrimas, estas almas cándidas se mantienen en el seno eclesial, sufriendo y penando, mientras la organización engorda a sus dirigentes. Y esos dirigentes se dedican a vivir en casas opulentas (como Rouco Varela), a vestir trajes de telas más que caras, a beber el vino en cálices de oro, a discriminar a las mujeres y, algunos, a meter mano a niños o niñas ante el silencio, evidentemente cómplice, de sus mandatarios.
La Iglesia católica y el dinero que se lleva, además del que no aporta, son un serio problema. Al mismo tiempo, en nombre de la pobreza evangélica, ha hecho suyas múltiples propiedades, con la ayuda del Partido Popular, su brazo político y también enemigo de cualquier progreso, de cualquier mejora social. Un partido que comparte con la conferencia episcopal la convicción de que las leyes humanas solo son justas si coinciden con las que ellos dicen que dicta Dios. Y quien no se lo crea no es, para utilizar las palabras de Núñez Feijóo, “gente de bien”. Seguro que, en el fondo (y a veces esa creencia aflora a la superficie), lamentan no poder quemar a esos malvados.