Una de las actitudes más interiorizadas entre los políticos pos-procesistas es su capacidad para desentenderse de sus propias responsabilidades, no solo por errores cometidos, sino también por delitos consumados, aunque hayan sido indultados o evaporados.
En el caso de Míriam Nogueras resultan clamorosos sus pellizcos en el cristal. El desplazamiento de la bandera de España, antes de comenzar su comparecencia en la sala de prensa del Congreso de los Diputados, es un buen ejemplo de ese tipo tan común de irresponsabilidad con el que, además, alardean de su ideología independentista. Es una enorme paradoja que estos individuos se amparen en la libertad que les reconoce la Constitución, a la que tanto desprecian, y se parapeten tras el fuero privilegiado que protege a sus señorías.
Visto que la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, no ha dicho ni hecho nada, no parece que se le pueda aplicar a los diputados nacionales el artículo correspondiente del Código Penal cuando se ofende de manera pública y notoria la bandera. Estos comportamientos muestran con claridad la deriva infantilista de estos personajes que, más que señorías, parecen ser señoritos o señoritas malcriados y faltos de una mínima formación en urbanidad.
El comentario más extendido es que estas actitudes son un signo de los tiempos que vivimos, donde la impostura política prevalece sobre un mínimo de honestidad. Decir que la retirada de la bandera es porque no le representa es de una simpleza tan profunda que se desmonta con su propio DNI. La afirmación que deja la europea porque queda “muy chula” se califica por sí sola, no solo por su pobreza semántica, sino también por su raquitismo mental, incapaz de comprender que la bandera europea está allí porque acompaña a la española, y no al revés.
Y cuando parecía que este tipo de gestos podía pasar sin más entre el común de la ciudadanía, más preocupada por sus necesidades cotidianas que por las tonterías de sus más que bien retribuidos representantes, sale el dieciochomesino Rufián con su tuit de turno y remata la faena: “Las banderas no alimentan, ni curan, ni consuelan”. Después de que sus jefes y demás colegas hayan malversado millones de euros, enarbolando primero la bandera catalana y después la estelada independentista, con el fin de imponer, propagar y culminar el procés, este bien pagado señorito tiene la poca vergüenza de hacer ese tipo de afirmación, un atentado de manual a la memoria histórica, a la dignidad y al entendimiento humano.
Es cierto que, en los últimos años, la decoloración ha hecho mella en balcones y solapas, pero ¿cuántas esteladas cuelgan aún en edificios oficiales y en campanarios de predicadores?, ¿cuántas envuelven y alimentan a clérigos y demás acólitos del régimen nacionalcatalanista aún vigente? El procesismo ha tocado fin, pero el independentismo sigue ampliando sus bases, que se distinguen con la banderita de turno y con el cansino y cínico victimismo de regusto franquista. Aunque lo podía haber dicho Junqueras o Puigdemont, fue Franco quien después de destituir de su cargo a un ministro le dijo: “Van a por nosotros”.