El periodista-mensajero siempre corre peligro de ser escarnecido. Estos últimos días se han prodigado los ataques contra Jordi Évole acusándolo de dar voz al fascismo. Su entrevista a la que fuera secretaria general del Grupo Parlamentario de Vox en el Congreso Macarena Olona ha levantado tantas críticas como expectación. A los quejosos –de derechas y de izquierdas— les trae sin cuidado que las confesiones de la entrevistada sean relevantes, que aflore el malestar latente en el seno del partido e insinúe poderes ocultos. A mí, al igual que a muchos ciudadanos, el tema me atrae. El expresidente del Senado Manuel Cruz no se cansa de repetir que en este país hay más gente dispuesta a proclamar lo que rechaza que en mostrar lo que propone.
¿Voz al fascismo? No me gustan los debates nominalistas rebozados de apriorismos y pasión. Quizás por deformación académica me niego a etiquetar a Vox como un partido fascista. No vean en ello benevolencia ni justificación alguna. Todo lo contrario. Tan solo expreso el deseo de recuperar el nombre especifico de las cosas. Santiago Abascal no es un Ramiro Ledesma Ramos ni un Onésimo Redondo, es tan solo un político ultrarreaccionario y conservador. Vox no es el típico colectivo de nostálgicos que desfila con camisas negras, pardas o azules y banderas rojigualdas estampadas con una ave rapaz. Nada de eso. Vox es la versión carpetovetónica de los Donald Trump y Bolsonaro. Lo de Vox es una amalgama de pensamiento antifeminista sazonado con negacionismo histórico y laissez faire climático. Es también una puesta al día del integrismo reaccionario del viejo carlismo, de la verborrea parlamentaria del Partido Nacionalista Español de José Albiñana y de los escritos de Vázquez de Mella. Eso sí, con guiños y referencias constantes a personajes de la extrema derecha global como Aleksandr Dugin –amigo de Putin— y envidia manifiesta a Marine Le Pen y Giorgia Meloni. Es también un regreso al Gabriele D’Annunzio que creó para sí, y para los suyos, una burbuja irreal y un discurso que la lógica política se encargó de doblegar. Por cierto, el mismo D’Annunzio que Jordi Pujol cita en sus primeros escritos recién reeditados. Guste o no, Vox está ahí, en las instituciones, con un nutrido grupo de concejales y diputados cogobernando en Castilla y León. Y todos sabemos que su ascenso no obedece a unas elaboradas y atractivas propuestas programáticas, si no a la explotación –sin duda demagógica— de las asignaturas pendientes que los gobiernos de turno no han logrado aprobar. A saber: la inseguridad ciudadana, la inmigración, el conflicto territorial y las políticas de género. Ahí está el combustible que ha llevado a los reaccionarios a las instituciones y no la exaltación del fascismo.
Se lo dijo en cierta ocasión Giulio Andreotti a Alfonso Guerra: “Es verdad que el Gobierno desgasta al que lo ejerce, pero mucho más desgasta la oposición”. Y en Vox se aprecia ya la fatiga de los materiales. En este sentido el caso de Macarena Olona deviene paradigmático. Los pésimos resultados obtenidos en las elecciones andaluzas actuaron como detonante. Su salida de la dirección dejó al descubierto la falta de unidad del partido y el descontento de las bases. Las ruedas de prensa de la alicantina denunciando la ausencia de democracia interna, el amago de creación de un nuevo partido, la retirada de Ortega Smith y el caos alrededor de Ramón Tamames han desestabilizado a Vox. Las insinuaciones de Macarena Olona en el programa de Jordi Évole de La Sexta proyectan sobre el partido que capitanea Santiago Abascal numerosos interrogantes. Macarena Olona lanza preguntas interesantes sobre la naturaleza de Vox tales como: ¿quién manda desde la nube? ¿Es Vox, por ventura, un partido oscuro? Tiempo al tiempo para obtener respuestas. Los cordones sanitarios de los radicales, autodenominados antifascistas, suelen fallar. El abecé de la política recomienda escuchar y estudiar al adversario para, posteriormente, opinar y actuar con conocimiento de causa.