La política posmoderna, a fuerza de relativizar los hechos en su propio beneficio, ha reducido el viejo principio del zoon politikón de Aristóteles –el ser humano es un animal cívico, hecho para vivir en sociedad– a la conjugación de dos verbos: querer y poder. Bienvenidos al mundo de los simples, que ha desterrado del escenario compartido la única acción que garantiza el progreso: el saber. Vivimos en un mundo donde el conocimiento nunca ha sido más accesible que ahora, gracias a la tecnología de internet, y sin embargo, cada vez es más difícil encontrar en la plaza pública –eso que los griegos llamaban ágora– a gobernantes que se atrevan a pensar por sí mismos y sepan argumentar lo que hacen.

La fascinación que están provocando los primeros prototipos de inteligencia digital –un negocio inspirado en la célebre frase de Unamuno: “Que inventen ellos”– oculta un reverso tenebroso. No existe el progreso, ni tampoco es posible la modernidad, si uno renuncia a pensar con autonomía. Este hábito salvó a Occidente, ese gran Satán para muchos de sus hijos, de persistir en la naturaleza teocrática que define a todas las civilizaciones primitivas. Si Occidente representaba –al menos, hasta ahora– una vanguardia cultural, a pesar de sus defectos, se debe al pensamiento crítico. A la distinción entre religión y Estado. A la decisión de destilar de incienso la educación para convertirla en la placenta de los espíritus libres.

Se entiende pues que la desvalorización (social) del conocimiento haya producido el marco distópico en el que todos habitamos: una sociedad que, pudiendo ser más sabia, presume de su ignorancia. O que la política, que es el arte de resolver problemas de interés general, se haya convertido en un melodrama de frustraciones, soberbia y conveniencias. Puro teatro. Hemos llegado a un punto en el que el activismo se confunde con la representación general, siendo, como son, cosas diametralmente antagónicas. Puede verse en las últimas reformas legislativas sobre la libertad sexual, la ley trans o la reforma (fallida) del Código Penal impulsada desde la Moncloa para tolerar la malversación venial. Todas son normas surgidas por deseo de grupos de presión instalados cómodamente en las instituciones.

Que determinados colectivos sociales aspiren a condicionar la legislación de todos no es nada nuevo. Las religiones necesitan adeptos antes de tener devotos y acabar nombrando a sus obispos. Pero que no exista distinción alguna entre lo que es un lobi (grupo de interés) y un gobierno implica leyes que liberan a condenados por agresiones sexuales –pretendiendo hacer lo contrario–, normas que avalan la corrupción política y justifican con la excusa de los medios cualquier fin (sin violencia todo está permitido) o pragmáticas que postulan la autodeterminación de género sin reparar en que los seres humanos dudan antes de decidir.

Nuestros políticos han dejado de ser gobernantes para convertirse en activistas profesionales. Su anhelo no es la pluralidad, sino la uniformidad (mental) que exige la ingeniería de la religión de los derechos indiscutibles. Álvaro Pombo, ilustre escritor y académico, lo explicó una vez: “Yo soy homosexual, que es una condición personal, lo que no soy es gay, que es profesar una ideología”. La distinción es evidente. Y, sin embargo, resulta inaudita porque, inmersa en el furor tribal, mucha gente no concibe que se pueda ser una cosa (homosexual, feminista, nacionalista) sin guardar obediencia marcial a sus más vehementes sacerdotes.

La militancia es una predilección individual, no una obligación. Militar implica predicar consignas y acatar órdenes. Pensar exige justo lo contrario: discutir y cuestionar las cosas. Practicar la impertinencia creativa, un hábito intolerable en una sociedad que entroniza dogmas que se alimentan de manipular la desgracia ajena y viven de la pandemia de la mala conciencia. Si se mira despacio y con cierta distancia, nada diferencia a estas masas emancipadas que visten de ideales sus obstinaciones de los antiguos catequistas escolares.

Todos quieren salvarnos la vida. Usan idénticos métodos: soberbia (moral) y un victimismo demagógico e infantil. Con ambas actitudes siembran un complejo de culpa (ficticio) entre quienes no participan de sus deseos. De esta neurosis solo están a salvo los misántropos y los asociales, que no necesitan el asentimiento de los demás para nada. Ni quieren ser santos.

Los activistas, decíamos antes, quieren hacer. La pregunta que convendría hacernos es otra: ¿saben de verdad lo que hacen? En este Gobierno, cuya solvencia jurídica ha quedado seriamente en entredicho, no. Nadie practica esa virtud –esencial en el derecho romano– que es la prudentia iuris. Un concepto cuyo origen etimológico es griego –episteme– y que significa saber qué hacer. Gobernar con buen juicio. Demostrar inteligencia natural, esa especie en trance de extinción. Gracián lo resumió en una sucesión de máximas magistrales: “Cuando la imaginación se casa con el deseo, se concibe más de lo que las cosas son. No todo se ha de conceder, ni a todos. Ni al justo leyes, ni al sabio consejos. No basta la sustancia, requiérese también la circunstancia. No todos pueden, ni los que pueden, a veces, saben”.