El Govern de la Generalitat necesita aprobar los presupuestos de 2023. Muy cierto. Vamos tarde y mal. Pero más allá de la imperiosa necesidad de ERC de sacarlos adelante, en vistas a prolongar la legislatura de forma más o menos estable, y de paso mantener, y a ser posible incrementar, cargos y poltronas con las elecciones municipales a la vuelta de la esquina, es Cataluña la que los necesita como agua de mayo. El presupuesto para el ejercicio 2023 supera los 41.000 millones de euros. Sí, es verdad que siempre se pueden prorrogar los anteriores, pero no es la mejor solución.
Porque Cataluña, ahora mismo, tiene muchos problemas que solventar y muchas vías de agua que tapar; algunos de esos problemas son compartidos con el resto del Estado, pero otros son de índole propia. Veamos. Aunque en 2021, en plena pandemia, la tasa de riesgo de pobreza o exclusión social, que afectaba al 25,9% de la población, mejoró 0,8 puntos con respecto a 2020 (los datos son del Idescat), la privación material y social severa pasó del 8,0% al 9,0%. Ahora mismo esos datos no son mucho más tranquilizadores. Este digital, en artículo publicado el 23 de noviembre de 2022, cifraba, basándose en datos contrastados, que un 41,7% de los niños y adolescentes catalanes están en la pobreza o la o bordean.
No creo que esas cifras hayan mejorado sensiblemente en apenas dos meses. A ese dato, de por sí tremendo, sumen el hecho de que los comedores sociales y los bancos de alimentos de Cáritas, Cruz Roja y otras organizaciones, están saturados de solicitudes de ayuda –241.140 familias catalanas comen gracias a ellos, un 20% más que antes de la pandemia (dato de octubre de 2022 facilitado por El Periódico)–; y que en Cataluña, y también en Aragón, la espera a la hora de ser atendidos en la sanidad pública ronda o supera el medio año; que la delincuencia en las calles no deja de crecer; que de algún modo hay que frenar el fracaso escolar, y un sinfín de estadísticas más. Como guinda del pastel no olvidemos que estamos viviendo una época de hiperinflación desorbitada, los estragos de una guerra, la escasez de materias primas y un panorama económico preocupante. España no crece. Es falso. Las cifras están ahí. Que nadie las maquille. En el último trimestre de 2022 –datos de todo el Estado– la caída del consumo privado supone un 1,8%; la inversión en bienes de equipo desciende un 5,8%; las exportaciones se reducen un 1,1%; la industria crece, en ese trimestre, un paupérrimo 0,1%; cae la construcción un 0,3%; pierde la hostelería y el comercio un 0,6%, y el ocio se desploma un 7%. La gente le ha visto las orejas al lobo, el gasto se ha contenido, el consumo en alimentación baja, y todo el mundo, excepto los afortunados, ha abierto el paraguas ante el chaparrón.
Hemos dejado atrás un año salvado, según la EPA, gracias a la creación de empleo público (20.000 nuevos puestos en el cuarto trimestre, que sitúan a España en 3,5 millones de funcionarios, a los que se sumarán, así lo ha anunciado el Gobierno de Pedro Sánchez, 27.500 nuevas plazas); pero se han perdido 101.900 puestos de trabajo en el sector privado y 111.200 autónomos han tirado la toalla en los últimos 12 meses. Y Alemania, el referente que todos miramos de reojo, parece estar a las puertas de una recesión técnica en este primer trimestre de 2023, recesión que se anuncia, eso sí, “corta y suave”. Será para tranquilizarnos, digo yo. Ya veremos.
No nos equivoquemos. No es solo Pere Aragonès, el nen que logró reinar, el que necesita aprobar unos presupuestos para 2023 estando en minoría, con 33 escaños. Es Cataluña la que los reclama a gritos.
Y para que todo vaya mínimamente mejor gracias a esos presupuestos, o para que las cosas no vayan a peor, que ya sería mucho, necesitamos unas cuantas cosas. La primera de ellas la señaló de forma inmejorable Xavier Salvador en una columna publicada hace muy pocos días aquí: ERC debe crecer en lo político, debe salir de una vez por todas de su sempiterna adolescencia de pataleta y acné, dejarse de tutelas y complejos, espejismos y sueños húmedos de secesión, y gobernar. Y eso implica y pasa por abandonar su proverbial rauxa, su arrebato nacionalista, cediéndola en exclusiva a los herederos de aquella desaparecida Convergencia a la que ya nada les une y casi todo les separa, una extrema derecha catalana hoy reducida a un hatajo de enajenados irreconciliables echados al monte, seguidores fieles de Carles Puigdemont, el cantamañanas prófugo que vive a cuerpo de rey en Waterloo. Y pasa, de forma ineludible, por velar y gobernar por el bien de todos los catalanes, los casi 7.800.000 catalanes censados; ya tengan 16, ocho, o ningún apellido catalán.
No será en absoluto tarea fácil para los republicanos tocar de pies a tierra, a la vista de su insistencia en el anhelado referéndum a pactar con el Estado, la mesa de negociación, su defensa a ultranza de la lengua como vehículo ya no de cohesión sino de separación, y su reticencia a la hora de dar luz verde a la B-40 y a la ampliación del aeropuerto de Barcelona, entre otras cosas. El hecho de que durante su 29 Congreso Nacional los que cortan el bacalao en ERC hayan pedido, por adelantado, perdón y comprensión a sus bases a la hora de establecer vergonzosos y antinaturales pactos con el PSC, les resta cualquier credibilidad y les convierte en socios de ruta poco o nada fiables.
Aprobar los presupuestos es imprescindible, sí, pero no basta, no es suficiente a falta de un plan sólido, de una estrategia política pactada, con socialistas y comunes, que permita coger el toro por los cuernos en un momento socialmente grave, recuperando una década perdida, tirada miserablemente por la borda. A ERC gobernar le viene grande. Siempre ha sido así. Y eso debe acabar o de no estar dispuestos al pacto y a la cordura desembocar en elecciones anticipadas.
Oriol Junqueras debería de una vez por todas enjugar sus lagrimones, dejar de chemecar, de gemir, y pasar la página de los agravios –¡qué solo me sentí en mi celda sin la empatía socialista!-- y su ojeriza a Salvador Illa; Pere Aragonès debe dejarse de gaitas y comportarse como el president que aún no demuestra ser… Es decir: si toca ir y quedarse quieto parado escuchando circunspecto los himnos de Francia y España, se va y no pasa nada; y si hay que forzar cierres, despidos o dimisiones, y embridar a TV3 y a Catalunya Ràdio, sus altavoces de propaganda, a fin de que se dejen de “putas Españas” o de vergonzosas comparaciones con el nazismo o fascismo a todo lo que huela a España, a socialistas, ciudadanos o ñordos, pues que vaya y embride. Si no hay un cambio de actitud radical, nada vamos a resolver.
Y concluyendo, que es gerundio. Me parece encomiable, porque es lo que toca o es la única opción ahora mismo, la política de mano tendida de Salvador Illa –pese a que ni él ni su partido son santo de mi devoción– a fin de empujar a ERC a salir de una vez por todas de la órbita infame del nacionalismo ultramontano, conduciéndolos a un espacio de orden, reflexión, estrategia y madurez política. No sé si será posible, pero está claro que es él quien tiene la sartén por el mango y es la única opción de los republicanos. Confío en que su forma de hacer como político será acertada. Veremos qué ocurre. Pero que no se equivoque: ni concesiones, ni bulas, ni presiones por la espalda a Madrid, ni promesas futuras, porque tras todo lo que nos han hecho vivir a los catalanes constitucionalistas estos iluminados durante 10 años no sería de recibo. Y no lo aceptaremos en modo alguno.
Addendum: A las pocas horas de poner punto final a estas líneas, la negociación de los presupuestos de 2023 ha llegado a buen puerto tras una compleja y maratoniana sesión final. Tras la firma, tanto Salvador Illa como Laura Vilagrà, consejera de Presidencia, han coincidido ante los medios al afirmar que el apoyo de los socialistas a los presupuestos no supone un pacto de legislatura entre las dos formaciones, sino un “acuerdo de confianza verificable”, en palabras del líder del PSC.
Sin duda alguna es una magnífica noticia para Cataluña. Un paso valiente y necesario, pese al coste electoral que pueda conllevar. Más allá de las cifras, partidas y dotaciones, proyectos e infraestructuras, estos presupuestos abren una brecha en el independentismo al poner fin a más de 10 años de hegemonía nacionalista. Hoy más que nunca podemos afirmar que el procés ha muerto.