Catalanes, dejen de leer La Vanguardia. O cualquiera que sea su periódico favorito. Que lo mismo hagan castellanos, vascos, andaluces, gallegos, canarios... Que cada cual, por un mes, una semana, o un solo día, lea otro periódico, escuche otra radio, mire otra tele que no sea la suya de toda la vida. Les propongo que durante ese breve tiempo tratemos de entender otro punto de vista, el del enemigo o traidor, si así quieren llamarlo, el que piensa y vota a otro partido. Les propongo que se salten su propia línea editorial, su zona de confort. Que miren otro alrededor.
Llevo gran parte de mi vida siendo una turista accidental en cualquiera de los lugares donde he vivido. Lo fui, de niña, en distintas ciudades españolas y, de joven, en Reino Unido y Australia. Lo volví a intentar a los 50. Tras sufrir el clientelismo político e intuir la ansiedad independentista por controlar los medios públicos (TV3 y Catalunya Ràdio), dimití y salí huyendo de Barcelona. Me acogieron en Portugal, un paraíso ibérico con la gente más tranquila, cosmopolita y educada de Europa. No hay periódico, radio o televisión lusa que no haga gala de tener a comentaristas que discrepan rabiosamente de la línea editorial del que les paga. Debe ser herencia británica.
El pensamiento capaz de aceptar dudas, asumir contradicciones y expresarse con valentía, sin miedo al poder o a la corriente ganadora, es el único que me interesa. Por eso, admiro a Isaiah Berlin, escritor judío y liberal, cuando dice que le aburre leer a gente “aliada”. Comparto el interés de este filósofo “por saber lo que falla en las ideas en las que creo”.
En estos tiempos tan partidistas, tan de frase corta, los españoles deberíamos probar a cambiar la fuente habitual de información o, al menos, alternarla con otras.
Les hago esta propuesta de diversidad lectora porque, cuando vuelvo a Barcelona, veo que la línea editorial que se asume tiende a pasar por alto las contradicciones y refugiarse en el silencio. Ahora toca “el cuento del procés se ha acabado”. Gobierna ERC en absoluta minoría y con el apoyo del PSC a sus presupuestos. La verdad, cuesta entender que ERC nos traiga la calma; ya reventó sin contemplaciones dos tripartitos, aprobó un referéndum ilegal, se unió al nacionalismo convergente y votó a favor de la independencia. Admiradora que soy del gran articulista Mariano José de Larra, madrileño de cuna y letra, me inclino a hacer mías sus palabras: “El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer”.
Antes de que lleguen las próximas elecciones es importante que Cataluña entienda lo que piensan fuera de sus fronteras identitarias. Y viceversa. Por eso creo que los catalanes y los ciudadanos del resto de España deberían dejar de comprar, por un tiempo, sus diarios de cabecera, los que siempre han leído en casa. En la mía eran el Correo Catalán (mi madre) y el Abc (mi padre). Así me fui enterando de que España es rica en opiniones. Lean durante unos meses los periódicos de la capital, sean de la línea que sean, y entren en los digitales que ponen en duda la normalización proclamada por el Gobierno. Por el contrario, si son madrileños, háganse con el diario de los Godó o con alguno otro claramente independentista como el Ara. Por ahora, al margen de lo que digan las asombrosas encuestas del CIS de Tezanos, nada está claro. No dejen que les pase como a aquellos socialistas que lloraban por las esquinas de las redes porque Juanma Moreno había arrasado en Andalucía, que no entendían cómo Vallecas había votado a Ayuso. Salgan de sus redes, ábranse a otras, aunque sea solo por espiar.
Yo escojo a mis columnistas por lo que cuentan y cómo lo cuentan, aunque su ideología no coincida con la mía. Aceptar la duda y la opinión independiente, desestimar, por banales, actos de fe que aparecen en algunos editoriales es fundamental para el crecimiento intelectual personal y colectivo. España ha entrado en una vorágine de buenos y malos, ricos y pobres, fachas y rojos, correctos y cancelados, represores y patriotas… Un sinsentido.
Echo de menos aquellos directores fuertes (a veces insoportables), comprometidos con sus medios, que no dejaban que los partidos, los accionistas o los presidentes de Gobierno (menos aún sus asesores) se metieran en la redacción. A esos que contrataban a un articulista por su prosa, por su pensamiento, por su incomodidad. Hoy abunda el comentarista que escribe para su jefe y no para el público. En un mundo donde hasta el galgo tiene su día oficial de celebración, que se instaure, por favor, el Día del Otro.