G.K.Chesterton, infalible señor del periodismo ingenioso, tuvo la genialidad de proclamar que solo un hombre que nada contra la corriente cuenta con la certeza –indudable– de sentirse vivo, aunque sea un instante antes de perecer. Nada tenemos que objetar: todos vivimos justo hasta el momentum catastrophicum en el que dejamos de hacerlo. Y quizás, a pesar de su naturaleza efímera, la agonía sea una de las altas cumbres de la vida, siquiera por ser la última. A tenor del ambiente con el que ha comenzado la carrera del 28M, el desenlace de la incógnita Sánchez –esa encrucijada entre supervivencia o deceso (político) en la que habita el Gran Insomne desde los comicios en Andalucía– cabe pensar que el presidente del Gobierno se encuentra en esta misma y apurada coyuntura.
Todavía sigue vivo (libra una cruzada contra los sondeos, algunos de sus antiguos asesores y hasta en contra de sus intereses, que ya sabemos que no coinciden con el bienestar general), pero acaso no demore demasiado, a lo sumo dos semestres, su posible funeral metafórico. Los electores, por supuesto, repartirán los dados. Después la matemática parlamentaria resolverá el misterio. Hemos entrado ya en esa fase de los preludios. O de lo que los místicos (irónicos) llaman las vísperas. Nada se ha consumado aún, pero los presagios, igual que cuando en las culturas ancestrales los sacerdotes abrían el estómago de las bestias para averiguar la fortuna de la comunidad, no acompañan. Claro que esto depende de la glosa: la interpretación que en cada sociedad se hace de determinados signos.
En las culturas orientales los cuervos encarnan el mal fario. Entre los comediantes y la gente del teatro el color amarillo es un anuncio de calamidad. En la Edad Media se creía que la zona de tránsito entre el mundo de los vivos y el hábitat de los muertos residía en los árboles. Para los amerindios el vacío tenía la forma de un pozo insondable. En África un espacio cerrado representa el Infierno (sin Dante). En términos estrictamente políticos la inquietud ante una inminente catástrofe acostumbra a tener el perfil de unas elecciones municipales.
Se recuerda a menudo que la Segunda República se proclamó tras las votaciones locales del 12 de abril de 1931, que precipitaron el hundimiento de la monarquía y el exilio de Alfonso XIII. De ser cierta la creencia de Mark Twain –la Historia nunca se repite (ma fa rima)–, el mejor signo para medir el deterioro del sanchismo va a ser el 28M. El impacto que tendrá sobre las generales de 2023 se concentra, sobre todo, en las disputadas alcaldías de Barcelona y Sevilla. Nadie pone en cuestión el desenlace en Madrid. Cataluña y Andalucía son pues las zonas cero con mayores turbulencias políticas potenciales. Y en ninguna de ambas plazas el PSOE concurre con un mapa de isobaras favorable.
En Barcelona las previsiones han mutado tras el retorno (¿espontáneo?) del exconvergente Xavier Trias, regidor entre 2011 y 2015. La decadencia de Colau coincide con los anhelos de republicanos y socialistas, cuyo cabeza de lista –Jaume Collboni– ambicionaba liderar una nueva mayoría. Sánchez necesita que el PSC, tan aficionado al juego de la mosqueta, equilibre el más que posible retroceso de los socialistas en el Sur, que va a ser notable, aunque quizás tenga la forma de un naufragio en vez de manifestarse como el Apocalipsis bíblico.
Un alcalde socialista en Barcelona sería –esta es la tesis de Ferraz– el mejor símbolo de que la supuesta pacificación (donde no existe guerra, sino delirio) puede ser un hipotético salvavidas ante el trance de final de año. Una irrupción exitosa de Trias, ahora mismo meramente imaginaria, trastocaría las esperanzas de la Moncloa. Gobernar en coalición no implica necesariamente un cambio político de fondo en el ayuntamiento de la Ciudad Condal –el diabólico Murphy habita en los detalles–, además de inaugurar otra duda más: ¿qué va a ocurrir en la guerra entre Lo que queda de Podemos y el comunismo coach de Yolanda Díaz, la indiscutible líder de la política cuqui en versión autoayuda? No es la única zona de sombra. ¿Es compatible la gobernabilidad de Barcelona con las alianzas de Sánchez para su reelección? De fondo, la negociación de los presupuestos de la Generalitat.
Los pactos exigen sacrificios. Desde demasiadas esquinas del tablero político se mira en dirección a Collboni. En Andalucía, que es donde Feijóo requiere que la llama ardiente del 19J perdure, la ecuación también dista de estar solventada por completo. Dando por hecho un avance del PP en el Sur –los socialistas lograron 458 alcaldías hace cuatro años, el 57%– lo que se evaluará, en términos de diagnóstico estatal, es la altura del precipicio al que se enfrenta el PSOE. Dos síntomas: el grado de penetración de la derecha en las urbes medias y en la Andalucía interior tras la absoluta de junio; y la batalla por Sevilla, cuyo ayuntamiento es el más importante de España en poder de los socialistas.
Los sondeos pronostican para Antonio Muñoz, el regidor (accidental) del PSOE, una tenue ventaja sobre el PP, que concurre con el último casadista en activo: José Luis Sanz, exalcalde de Tomares, localidad metropolitana de Sevilla con la mayor renta de Andalucía, un candidato impuesto a Moreno Bonilla y con escaso tirón popular en la capital hispalense. Dos problemas: los sondeos no son narradores confiables debido a los virajes suicidas de Sánchez al reformar el Código Penal o por su sintonía con los independentistas vascos y catalanes y los socialistas, incluso si aguantasen como lista más votada, no alcanzarían una mayoría suficiente. Necesitarían sumar a su izquierda, donde la guerra civil entre Podemos e IU persiste bajo la forma de obstinación genética.
Que el PSOE gobierne en Barcelona y en Sevilla, sin ser imposible, parece improbable. Si pierde la primera pero conserva la segunda el camino hacia las generales puede ser agónico, pero no mortal. Pero si las dos ciudades caen en manos de sus adversarios la suerte de Sánchez puede terminar siendo la del Julio César de Shakespeare. Como dice Miguel Ángel Aguilar, maestro de los insustituibles plumillas ilustrados, veremos.