En el colegio me daban envidia las niñas con hermanos. Yo era, siempre fui, hija única. A finales de los años 50 abundaban las familias numerosas. Para resarcirme, chuleaba de abuelos. Conocí a los padres de mis padres, a los cuatro que me tocaban, además de a cinco bisabuelos. En esa anciana liga siempre ganaba. Ahora, sin guerras civiles ni hambre, con más igualdad y derechos que nunca, España es un país de viejos, pero la longevidad y la tardía maternidad no hacen abuelos jóvenes. Andan mis amigos jubilándose, paseando perros y reclamando nietos.
Nosotras, feministas con pocos derechos, queríamos trabajar, ganar un sueldo y salir de la casa paterna. Las parejas actuales se lo piensan. Quieren, ambos, tener una carrera y sueldos sin brechas salariales. Muchas de sus madres tuvieron que conformarse con un empleo de pocas horas, de esos que permitían el cuidado de la casa y los hijos.
De media y según datos de 2021, las mujeres que viven en Barcelona y Madrid deciden ser madres primerizas a los 32,9 y 33 años, respectivamente. En 1975, la edad media para el primer hijo era de 25,5 años. Asimismo, las jóvenes que prefieren dar a luz a partir de los 40 se han duplicado en el último decenio. Ya suponen el 10,7% del total de partos.
Hoy, tanto el hombre como la mujer pueden acceder a cuatro meses de baja laboral cada uno. Ocho meses, en total. Cabe preguntarse si el Estado del bienestar en el que vivimos, cuya deuda ronda el 118% del PIB, podrá mantener esas ayudas. Habrá que recortar en otros gastos públicos para conseguirlo o, de un país de viejos, pasaremos a una nación de ancianos sin nietos. Menuda tristeza.
Soy hija única de una pareja que me tuvo demasiado joven. Eran recién veinteañeros cuando los casaron a todo correr y sin preparación para semejante responsabilidad. José Mari, mi padre, me trataba como a una hermanita pequeña. Le gustaba enseñarme cosas imposibles: fui lanzada a las olas a los 3 años (salí nadando) y retada a saltar del trampolín triple a los 6. Rosa María, mi sensata madre, decidió que una niña y un cónyuge inmaduro ya eran carga suficiente.
Los abuelos suplieron vacíos y me convirtieron en una niña vieja, dejada a su aire. En las casas de mis abuelos, paraísos de calma y meriendas, no se podía insultar ni utilizar mal los cubiertos ni llegar tarde, pero estaba permitido patinar por los interminables pasillos, leer libros de adultos y perder el tiempo. Era habitual merendar “pan con vino y azúcar” o un plato de migas (dependía del origen de los abuelos). No había llegado la dieta equilibrada.
Un día, tras escuchar una ópera de Rossini, le confesé al escritor portugués José Saramago que me había entusiasmado su discurso en la entrega del Nobel. Empezaba diciendo: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”. Se refería a su abuelo Jerónimo Melrinho. Le expliqué que yo no tenía un solo recuerdo de mi niñez sin ellos, y que una de mis abuelas tampoco sabía escribir, pero había aprendido a leer. Leía periódicos. Las novelas, más aún las de amor, la dejaban agotada. Saramago me dijo: “Sigue recordándolos y escribiéndolos. Los mantendrás vivos”.
La literatura está llena de abuelos que saltaron a la ficción desde la realidad. Como Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, con quienes Gabriel García Márquez pasó su infancia en Barranquilla. Buena parte de su realismo mágico surgió de aquellas vidas. Se siente a Papalelo (el yayo de Gabo) y a Tranquilina en los textos del Nobel colombiano.
Mi marido y mis hijos creen que exagero guardando como oro en paño las cartas de personas fallecidas. Y eso que no saben que, sola en mi habitación, tras la ducha, repito los pasos del vals que me enseñó Frederic Lherme, mi bisabuelo francés, en el vestíbulo de su casa-fábrica. Él iba en zapatillas. Yo llevaba los zapatos Gorila del colegio. Últimamente, pienso que soy clavada a la hija de Frederic, a mi abuela Rosa. Ella falleció, más o menos, a la edad que tengo ahora.
Me había resignado a estar calladita para no convertirme en una “no abuela” pesada. No lo he conseguido del todo, la verdad. Javier y yo ya habíamos decidido hacer de canguro de perros sin rechistar cuando soltaron la gran noticia: “Vais a ser abuelos”. Fue en la Nochebuena. Intentaremos malcriarlo mucho. Para eso se tienen nietos. Que los eduquen ellos.