En Cataluña los niños no vienen con un pan debajo del brazo, como acostumbran en otros lugares, sino con un carnet del Consell per la República en la boca y reclamando a berridos, cómo si no, el 3% de toda la leche en polvo del hospital. Pero aun con ser importantes signos de catalanidad los mencionados, ninguno lo es tanto como el nombre. El nombre ha de ser inequívocamente catalán, Cataluña es también el único lugar del mundo donde el nombre que eligen los padres para su retoño, convierte a éste en nativo o extranjero. O lo que es lo mismo, en catalán o en mindundis, puesto que sabido es que quien no es catalán, es un pobre diablo.
Los nombres catalanes que se llevan hoy en día -han pasado a la historia los Joan, Josep y Ramon, incluso el magnífico Guillem- suelen ser de una sola sílaba, como los de los perros, que así lo aprenden más rápido y vienen corriendo en cuanto se les llama, los perros, digo, que los niños ni por esas. Pol, Nil, Roc, Bru, Lluc y cosas así, que hace pocos años habrían movido a risa de escucharlos por la calle, hoy son signo de catalanidad. Por lo que respecta a las niñas, Lluna, Laia, Arlet, Bet y otras cosas raras, suenan también muy catalanas, aunque -salvo la última- padezcan exceso de sílabas. Por eso los catalanes auténticos se rasgaron las vestiduras al saber que los primeros bebés catalanes de 2023 se llamaban Zakaria, Yousaf. Álex Adrián, Dayla Mia y Abdul Jabbar, se conoce que los padres de éste serían aficionados al baloncesto. No estoy seguro de que pasar de reclamar obispos catalanes a reclamar nombres catalanes de bebé, sea un avance significativo, pero así están las cosas.
Lo único que tiene un recién nacido en propiedad es el nombre. No tiene todavía ni religión, ni ideas políticas, ni nada. Ya es mala suerte que esta su única posesión sirva para discriminarle, pero Cataluña es así, no basta con nacer aquí, no basta con vivir aquí, no basta con hablar catalán, no basta con pagar impuestos en Cataluña: debe uno tener un nombre catalán. Ya habrá tiempo, cuando crezcan todos esos recién nacidos, de meternos con su forma de vestir, de momento han llegado desnudos al mundo y tendremos que esperar unos años para recriminarles que vistan chilaba o que se cubran el pelo con un velo.
En realidad, quienes critican el nombre que unos padres ponen a su hijito recién nacido, no son más que racistas. Pero como queda feo escribir en las redes cosas como “qué vergüenza que los primeros catalanes del año sean todos de color oscuro”, se contentan con ponerles de vuelta y media por el nombre. Puede que incluso en su fuero interno piensen que eso no es racismo sino onomastiquismo o nombrismo, con lo que quedan más tranquilos.
-Yo jamás me metería con alguien por su color de piel o por su raza, oiga, que yo soy muy tolerante. Yo solo me meto con los recién nacidos, y además es por el nombre que les han puesto, un respeto conmigo.
Lo que deberían hacer los que tanto se preocupan por la pureza de la raza catalana, perdón, de los nombres catalanes, es ponerse ellos a procrear, que es muy fácil criticar a los demás desde el sofá de casa en lugar de estar en la cama dale que te pego, para traer al mundo algún Nil o alguna Laia. Obras son amores y no buenas razones, quien quiera catalanitos que se los fabrique, y que les ponga después el nombre que quiera. Apuntando bien, por supuesto, que se trata de que el retoño llegue al mundo el primer día del año, para que TV3 pueda por fin dar la noticia de que los primeros catalanes del año son catalanes de verdad, y no extranjeros nacidos en Cataluña, como, según los guardianes de las esencias catalanas, han sido los de este año. Menos predicar y más dar trigo, o por lo menos, poner la simiente.