Esta semana veremos como acaba o en que se traduce esa pasión enmendadora que nos invade y sume en un marasmo judicial en el que nos movemos como profanos. La gran pregunta desde el desconocimiento sería saber hasta qué punto interesa todo esto al personal, por encima de sus apreturas cotidianas. Todo tiene un matiz un tanto esotérico, tan propio del lenguaje judicial. Con la corrupción como telón de fondo, se debate o comenta sobre lo propio o impropio de algunos delitos, sin que falten cosas como lo del “concurso medial”, entendido como la necesidad de una infracción para dar pie a otra. Como guinda se puede añadir eso tan común de “pleitos tengas y los ganes” como maldición que refleja formidablemente nuestra secular desconfianza en la justicia.
Primero vinieron los indultos a los líderes del procés, y ya se avisó que después llegaría la revisión del delito de malversación con un objetivo fundamental: salvar al soldado Junqueras para que pueda volver a ser candidato a lo que le venga en gana. Antes o después llegará, con toda seguridad, la murga del referéndum, pactado o consensuado, por supuesto. Súmenle a todo ello el inacabable sideral que se aprecia con la renovación del Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional para tener un cóctel de confusión general con el Código Penal en el ojo del huracán. Es de suponer que ahora que están a la puerta las fiestas navideñas, tengamos al menos una pausa publicitaria en esta repentina pulsión por enmendar y corregir aspectos diversos del ordenamiento jurídico.
Un acreditado jurista me reconocía que, a estas alturas, “lo único que me preocupa es saber si respetarán o también le querrán cambiar algunos artículos al Talmud”, el libro sagrado de los judíos. Si hace falta, ¿por qué no?: el fin justifica los medios. No lo decía por ser de esta confesión, sino por tratarse de un texto antiguo, especie de libro de libros que todo lo abarca; tampoco porque recele de lo aprendido por el líder de ERC cuando estudió los archivos secretos del Vaticano; sobre todo, porque “a la clase política solo le interesa la economía electoral”, cual nuevos fenicios comerciando por el Mediterráneo.
Malversación tiene un tono intrínsecamente malsonante que resulta siempre inadecuado, indigno e improcedente. Tanto da que se califique de propia, impropia, atenuada o mediopensionista. De lo que se acaba hablando es de apropiación de fondos públicos para un uso ajeno a su función, es decir, un relajo de la Administración con el gasto público, sea empleado para comprar langostinos o adquirir urnas para un referéndum de dudosa legalidad. Ya no se trata exclusivamente de un enriquecimiento personal, de embolsarse unos recursos inicialmente previstos para otros objetivos. El uso de fondos públicos para fomentar y agrandar una política clientelar, no deja de ser una malversación partidista, una utilización en función de intereses particulares.
Al margen de cómo termine esa colección de enmiendas, reformas o como quiera denominarse a los cambios en marcha, todo suena demasiado a mercadeo y cambio de cromos para garantizar la colaboración de los socios de investidura y su apoyo a la continuidad del Gobierno. Sería curioso saber quiénes han sido las mentes pensantes, supuestamente del ámbito académico y judicial, que han redactado las enmiendas de ERC y PSOE para modificar cuanto se quiere o conviene a gusto de unos u otros. Hasta hace poco, el intercambio de favores y apoyos cruzados “se limitaba a centrifugar dinero y/o competencias; pero esto se ha encarecido como si le afectase la inflación y es preciso poner en la báscula, además de lo clásico, la coherencia del sistema legal”. La cuestión se ha vuelto además sistémica: si gobernase el PP en minoría y necesitase los votos de otros grupos, previsiblemente haría lo mismo.
Es más: ya puestos y ahora que está tan de moda la demoscopia --nos desayunamos cada día con alguna encuesta-- sería interesante pulsar la opinión de la gente para saber si quiere que siga Pedro Sánchez o no, al margen incluso de quién pueda ser la alternativa más plausible. El año que viene parece que nos fuésemos a regir por un sistema electoral de doble vuelta: el 28 de mayo tendremos autonómicas y municipales; habrá elecciones generales a final de año o cuando le convenga a un Presidente del Gobierno que un dominicano tildaría de “agentado”, es decir, pretencioso.
Tiempo queda, pero el empeño en que alguien se presente a unos comicios hace recordar aquello de Hermann Hesse de “quienes no saben gobernarse a sí mismos están constantemente buscando un líder al que poder adorar”. Si no que le pregunten a Xavier Trías, convertido en presunto salvador silente, al menos hasta ahora, de los huérfanos políticos de la antigua CDC; empujado según parece por unos ignotos “sectores empresariales” embelesados por la idea de una sociovergencia que, de hecho, nunca existió y deseosos de que se arrebate la vara de mando municipal a Ada Colau.
Hay demasiadas cosas por rehacer y recomponer. Pero la tentación de Trías parece responder más a un deseo personal de sacarse la espina de su renuncia inmediata a la alcaldía cuando vio los resultados de 2015, que a una voluntad de construir un proyecto político que haga renacer a Convergencia de sus cenizas cual ave Fénix. La simple información de que se presentarán una patulea de formaciones que se proclaman herederas de CiU podría hacer montar en cólera al aun candidato nonato. Y mientras, los comunes regodeándose de la fragmentación de “los otros”.