Resulta que Puigdemont es un okupa. No de su mansión, o eso quiero suponer, sino de su escaño en el Parlamento europeo. Así lo estima la Junta Electoral Central, al no haber acudido el prófugo expresidente a jurar la Constitución, protocolo obligatorio para ser nombrado eurodiputado y representar a España, que eso y no otra cosa es lo que hace en Estrasburgo el huido de la justicia, mal que le pese. Ignoro si se había dado en alguna ocasión el caso de un okupa en sede parlamentaria, alguna vez tenía que ser la primera.
Con los okupas hay que ser un poco permisivo, o por lo menos con algunos. No es lo mismo la cerillera desahuciada que busca refugio en lo más crudo del invierno y entra en una casa deshabitada, que el jeta que rompe una cerradura y se instala en piso ajeno porque así vive de gorra. Sería bueno averiguar en qué situación se halla el okupa Puigdemont, antes de decidir qué hacer con él. La pinta que tiene es la del jeta, así que lo fácil sería enviar a los de la empresa Desokupa, que lo sacarían de su escaño sin contemplaciones, pero me da la impresión de que, pese a lo que pueda parecer, estamos ante un caso similar al de la cerillera. No hay más que verle en sus últimas apariciones, con su aspecto ajado y desaliñado, para sentir piedad hacia él. Es un caso de necesidad. El pobre Puigdemont no tiene donde caerse muerto, y ha okupado un escaño. Cómo condenarle por eso. ¿Qué iba a hacer si no? ¿De qué iba a vivir este pobre hombre?
Uno espera que ante los intentos de la JEC de retirarle a Puigdemont su acreditación, se movilice la plataforma Stop Desahucios, con Ada Colau al frente, para impedir tal injusticia. Puigdemont es un okupa, sí, pero hay que valorar sus circunstancias personales: sin familia, con la sola compañía de pelmazos como Comín y Valtonyc, sin trabajo fijo, su única forma de vida es el escaño, que además él encontró vacío en el momento de okuparlo. Tal vez incluso perteneciera a un banco. Si fuera finalmente desahuciado, no tendría otro remedio que delinquir para subsistir, es decir, volver a delinquir, convirtiéndose en reincidente. Esto supondría caer en una espiral criminal de la que muy difícilmente conseguiría salir.
-¿O sea que, además de okupa, es un prófugo de la justicia?
Bueno, sí, pero aquí no estamos para juzgar su pasado, por poco honroso que sea, que lo es, sino su presente como okupa y, sobre todo, su futuro ante un posible desahucio. Sus vecinos de escaño no tienen queja alguna del comportamiento del okupa catalán, ni en una sola ocasión ha organizado en su puesto fiestas nocturnas ni raves, y no será que Comín y Valtonyc no han insistido en ello. Llega, se sienta, a veces toma la palabra de forma que la mayoría de eurodiputados puedan salir a echarse un pitillo o aliviarse en el baño, y vuelve a sentarse. Si existen okupas modélicos, Puigdemont es uno de ellos. Tal vez sea consciente de su condición precaria y por este motivo intenta pasar desapercibido. El primer mandamiento de todo okupa que quiera seguir siéndolo largo tiempo es el de molestar lo menos posible al vecindario.
Igual que hay colectivos okupas que terminan encajando tan bien en el barrio que organizan talleres y cursillos para los niños, no es descartable que el okupa Puigdemont -no ahora, en cuanto goce de más confianza de sus vecinos- lleve a cabo seminarios sobre cómo engañar a compañeros de gobierno y electores al mismo tiempo o sobre de qué forma esquivar a la justicia, que serán sin duda muy solicitados entre sus vecinos de escaño, que cualquier día pueden necesitar llevarlo a cabo.