Como no todo en esta vida se limita a la cochina política que nos (des)gobierna y amarga, algunas noticias, sobre todo esas que causan revuelo y alboroto, aun siendo menores o aparentemente intrascendentes, y propician que los parroquianos acodados en la barra se aticen con inusitada alegría y saña, son siempre bienvenidas. No hay nada más reconfortante que una buena pelea de corral entre defensores y detractores acérrimos de-lo-que-sea. Comprobar cómo algunos se mesan las barbas, rasgan sus vestiduras, amenazan con cortarse las venas o le propinan un bofetón argumental al de al lado no tiene precio.
Ya se habrán enterado de la trifulca. Resulta que la revista Rolling Stone, que vive del rédito de su gloria pasada –porque en su día trocó credibilidad, rigor e independencia por rentabilidad—, ha modificado una de sus listas canónicas e inapelables, en concreto la de los “50 mejores discos conceptuales de todos los tiempos”, ubicando en el número 10 (cerrando el sagrado top ten) el segundo álbum de Rosalía, El mal querer (2018). Al hacerlo sitúa a la artista española por delante de obras maestras y sagradas de la música contemporánea como el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles; The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars de David Bowie; Quadrophenia de The Who; el Running on Empty de Jackson Browne, o el sublime What's Going On de Marvin Gaye. Tela, telita, tela. Por asuntos más nimios han estallado guerras sin cuartel.
Vale la pena echar un vistazo a la polvareda levantada en redes sociales. Los impenitentes de la mejor música de todos los tiempos, creada en los años sesenta y setenta, aún seguimos vivos –a la espera de que la décima oleada de Covid o la cuarta dosis de vacuna nos fulmine— y ante un disparate así agarramos el machete o el lanzallamas y gritamos Banzai!!! Lo mismo ocurre con los millones de fans de nuestra estelar cantante. Diversión asegurada.
Quizás al leer esto usted se diga para sus adentros: "¡Y qué importancia tiene este asunto!". Está claro que para usted, ninguna. Pero para los que llevamos más de medio siglo escribiendo, teorizando, analizando géneros, obras, artistas y modas, y entendemos la música como un arte superior, sublime, equiparable –y ahí lo dejo— a una escultura de Bernini, un fresco de Botticelli, una tragedia de Shakespeare, o una película de Mankiewicz, algo así constituye todo un casus belli e invita a salir en tromba...
Intentaré explicarlo. Los seres humanos hacemos listas. Siempre hacemos listas. Siempre. Incluso en sueños. No hablo de la lista de asuntos pendientes ni de la lista de la compra. No. Si han leído la novela de Nick Hornby Alta Fidelidad, llevada al cine por Stephen Frears, lo entenderán mejor. Ahí tienen a los inmensos John Cusack y Jack Black regentando una destartalada tienda de vinilos y haciendo listas a mansalva: "Las 10 mejores baladas del rock que hay que grabar a tu chica en cassette", "Las 10 que sonarán en mi funeral mientras escucho desde lo alto lo que piensan de mí esos cabrones", "Las 10 lentas para echar un buen polvo", etcétera...
Hacer listas, selecciones, crear categorías y rankings, compartimentar el mundo y todo cuanto contiene, obedece y responde a nuestra necesidad psicológica de aventar el caos y ordenar la realidad, que se sostiene gracias a constructos mentales consensuados. La mente occidental, pragmática y mercantilista, salvífica, necesita clasificar, crear glosas, casillas, ficheros. Son tan imprescindibles como el aire que respiramos. Si no hay orden y todo se convierte en un sindiós, aquí no hay quien viva ni quien se entienda.
Es cierto que algunas diatribas duran lo que duran. Un buen ejemplo es el escándalo que montó Bob Dylan cuando en el sagrado Newport Folk Festival de 1965 se colgó una guitarra eléctrica y dejó turulatos a talibanes y puristas del folk –“¡Esto es inadmisible, que venga Woody Guthrie y lo vea!”—; pero Woody llevaba mucho tiempo enfermo (murió dos años más tarde) y ni chistó. Y al poco, todos se dijeron que, después de todo, The Girl from the North Country seguía sonando bien en su versión eléctrica.
Evidentemente con Rosalía pasará lo mismo, antes o después, y a otra cosa mariposa; esta mujer nos cae bien, aunque no nos interese su música en absoluto, y se está comiendo el mundo. Pero examinemos su caso, sus méritos, virtudes y defectos como artista, el valor de su trabajo, y decidamos si es o no es una herejía su inclusión en el Walhalla de los dioses de la música...
Empecemos por clarificar qué es un álbum conceptual. Es todo el que cuenta o narra musicalmente una historia, de principio a fin. Estuvieron en boga entre 1967 y 1977. Ahí tienen el The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis, una paranoia neoyorkina, surrealista y urbana; la ópera rock Tommy de The Who, que narra cómo un trauma deja sordo, mudo y ciego a un joven; el incombustible The Wall de Pink Floyd, neurosis sobre la incomunicación, el sistema educativo y el totalitarismo, y mil ejemplos más... ¿Encaja en esa definición de “conceptual” El Mal querer de Rosalía, basado en las relaciones tóxicas, suspicacias, mentiras y desencuentros entre amantes? Pues solo si nos atenemos a la etiqueta “conceptual”. Pero la ambigüedad que define a la categoría es absoluta. Un artista puede grabar un álbum mezclando heavy metal, zarzuela, copla española, electrónica, habaneras, rap y sardanas y declarar que todos los temas fueron compuestos, concebidos, en plena depresión tras una ruptura sentimental combatida a base de Jack Daniel's y que se trata, por lo tanto, de una obra conceptual. Venga ya, hombre, un poquito de por favor... ¿Por qué no incluyen en esa lista uno de los concept albums más célebres de todos los tiempos, Las Cuatro Estaciones de Vivaldi? Pues porque no procede.
¿Qué pinta Rosalía en un ámbito reservado esencialmente al rock clásico, junto a Jackson Browne, The Kinks, Rush o Yes? Nada. Pero nada de nada de nada. El problema no está en la música de Rosalía, que tiene su mérito y mucho –de hecho el álbum El mal querer ya fue indizado en el puesto 315 de la gran lista de Rolling Stone “Los 500 mejores discos de todos los tiempos”—, sino en la alegría con que hoy, en aras de la multiculturalidad y el mestizaje woke, aceptamos pulpo como animal de compañía, o soportamos que un chef inglés nos venda paellas valencianas en Instagram a base de chorizo, mortadela, roquefort, garbanzos y sin arroz. En esa lista de discos conceptuales sobra no solo Rosalía. Eliminen también al número uno, el Good Kid, MAAD CITY del rapero Kendrick Lamar. Confeccionen una lista de inmortales del rap y punto pelota.
Rosalía es, y sinceramente así la valoro, una artista de largo recorrido, joven, cargada de energía y buenas ideas; formada, con muchas horas de conservatorio a sus espaldas; posee una voz excelente, modulada; entusiasma a los jóvenes fusionando el flamenco, en el que se mueve con soltura, con el hip-hop, el rap, lo latino, el reguetón, el pop, la electrónica y la vanguardia urbana, en un totum revolutum sorprendentemente sólido gracias a un minucioso trabajo de producción y estudio, estelar, inmejorable, extensible también a sus vídeos e imagen. Está protagonizando, en definitiva, una carrera meteórica, de lo nacional a lo internacional, acaparando premios y galardones a mansalva... Y lo celebramos, claro que sí. Su peor enemigo, no obstante, es la celeridad con la que todo esto sucede. De la pureza casi minimalista, sobria, emotiva, natural e introspectiva de El mal querer está derivando, en sus hits de diva poligonera –temas de caótica e ininteligible verborrea, plagados de rimas baratas japonesas en consonante o asonante que aburren hasta a las moscas— a lo que se entiende por un producto prêt-à-porter, una marca, un nicho comercial. Hay mucho dinero detrás de Rosalía, muchos intereses. A este paso no tardaremos en ver líneas de moda Rosalía, monos galácticos de colores chillones, complementos, bolsos, cosmética, peinados y uñas postizas... ¡Dios la libre de caer en esta trampa mortal! Como profesional del sector he visto, en las Puertas de Tannhäuser, nacer, brillar y arder a decenas de estrellas sintéticas, transgresoras y rupturistas, hasta consumirse y desaparecer... ¿Necesitan una lista?
Y a los responsables de Rolling Stone: creen ustedes todas las listas y sublistas que deseen, pero dejen al rock clásico en paz. Frank Sinatra con los crooners, The Beatles con el pop, The Who con el rock... Y cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y, ah, sí, la paella, sin chorizo. Gracias.