El espectáculo del entierro de Isabel II ilustra muy bien que hay dos tipos de ciudadanos: los que tienen uniformes de gala y los que tienen que conformarse con tejano y camiseta, aspirando a lo sumo a poder ponerse un traje. Las diferencias hay que mostrarlas porque de lo contrario no sirven para nada. El poder tiene que demostrar de vez en cuando que está por encima de la población, aunque supuestamente dimane de ella. Y para demostrarlo se viste de gala, con ropajes arcaizantes sacados del baúl de una historia donde la dominación era puesta de relieve cada día.

Quienes tienen vestimentas para los fastos tienen un denominador común: buscan escapar al control democrático, constituirse en casta, amparados en la tradición. Una inmensa tontería, porque en el pasado era tradición morirse de neumonía y hoy, esos mismos tradicionalistas se aferran a los antibióticos, por modernos que sean.

En España, además de la monarquía, hay otras tres instituciones que utilizan ropajes que los distingan del pueblo: los jueces, los militares y los curas, sobre todo si son promocionados a obispos y cardenales. Se podría decir que sus atavíos son el anuncio de su pretensión de estar por encima de la ciudadanía.

Lo más curioso es que esas galas están en abierta contradicción con el discurso que emplean. Los militares se pasan el día hablando de austeridad y “hombría”, por caduco que sea este término. Pero luego se emperifollan hasta las hombreras. Se ponen medallas, fajines, cordoncillos de colores diversos, chapas y charreteras, además de utilizar unos sombreros que serían la envidia de la difunta reina inglesa. Hasta utilizan sables, que no sirven para nada, pero que ellos deben de creer que lucen mucho. Dicen que se visten de uniforme, pero en realidad lo que buscan es diferenciarse.

Los curas tienden también a vestirse de mil colores con sedas y tules, gasas y tafetanes, eso sí, en nombre de la pobreza evangélica. Cierto que también lo hace su jefe, el obispo de Roma. Como, además, son pastores por la gracia de Dios, se adornan con una rara boina a la que llaman mitra y un cayado que, como no es de basta madera, prefieren denominar báculo. Después de todo, cuando se llega a esa graduación eclesial, el báculo garantiza una pasadera vejez. Como le ocurre a Antonio María Rouco Varela, que vive en un pisazo del copón (dicho sea con perdón), rodeado de servidumbre, de modo que él pueda dedicarse a hablar con Dios de lo mal que está el mundo y de lo poco que los pobres (a los que su señor y la crisis multiplican cada día) agradecen la caridad cristiana.

Lo de los jueces y abogados es de nota. El que fuera fiscal José María Mena tiene contado en sus memorias que la imagen del juez, con sus togas y sus puñetas, imponía tanto a los campesinos que algunos, al entrar en el juzgado, hacían una genuflexión ante su señoría e incluso tendían a santiguarse, quizás encomendándose a alguien que estuviera por encima pues la judicatura española despierta tanta confianza que ha dado para un proverbio que se emplea como maldición: “Tengas pleitos y los ganes”.

Jueces, obispos, militares y el monarca: todos visten para mostrar que no pertenecen al pueblo llano, que son otra cosa. Como diría alguien de Podemos, una casta. Y casta de verdad, porque los apellidos se repiten (salvo en la Iglesia porque está mal visto), mostrando que los cargos pasan con mucha frecuencia de padres a hijos. De ese modo se rentabilizan las indumentarias.

Obsérvese también que las tres instituciones disponen de tribunales propios, ajenos a los del resto de la ciudadanía, no vaya a ser que se contaminen o que, Dios no lo quiera, se les apliquen las mismas normas. De modo que los militares no puedan ser machistas, los curas tengan que abstenerse de ser pedófilos y los jueces se vean obligados a cumplir la ley. Y como ejemplo: el Consejo General de Poder Judicial, que solo acepta las leyes que haga la derecha. ¡A ver si se va a pretender que sea verdad eso de que el poder procede del pueblo! Del pueblo, nada, ni la vestimenta.