ERC cierra filas en Madrid y se deshace de Junts. La política genera más conflictos de los que puede digerir su sociedad y se confirma esta ley de la física: todo vacío de poder (Junts) se llena con enorme rapidez (Aragonès). Es una paradoja enorme, tan enorme que pasa inadvertida porque Junts ha jugado a que la democracia sea una extensión de sus demonios familiares, cuando “solo ponía en práctica lo que el pueblo quería”. Esconderse detrás de la gente, renunciando a forjar el consenso es infantil, desgarrador y cínico.

El Gobierno de Sánchez envía al Congreso los Presupuestos Generales –bravo, vicepresidenta Nadia Calviño— con la Ley de Sedición incluida, después de los indultos. Volverá el expatriado Puigdemont para pasar un tiempo en la sombra y superar el mal paso de la DUI. La reflexión es un imperativo: “¿Qué es lo que sé?” (Montaigne).

La vuelta de los republicanos a la multilateralidad del modelo federal español es un hecho. En el terreno del pacto con España, ERC lleva la bandera; Oriol Junqueras, que es quien marca los tiempos, encara la hegemonía espuria de las identidades, en la que puede más lo simbólico que el internet de las cosas. La rebelión de Junts no ha sido ninguna novedad. Ya en su Congreso del pasado mes de julio, el partido de Laura Borràs decidió dos plebiscitos de su militancia sobre la permanencia en el Govern y en la Diputación de Barcelona, la gran olvidada. Colmillo no les falta, pero ahora, al consultar a sus bases, más de 6.000 militantes, se verá que la pugna entre el sí o el no a mantenerse en el Govern está al 50%.

Después de Tamara Falcó e Iñigo Onieva o de Piqué y Shakira, las separaciones no son lo que eran. Tampoco habrá drama en Junts más allá de la teatralización basada en el incumplimiento del pacto de legislatura con ERC, uno de esos acuerdos que nunca se cumplen. La amenaza de una moción de confianza contra Pere Aragonès fue otra idea genial de Carles Puigdemont. El hombre del Consell de la República facilitó con su silencio la enorme pitada que se llevó Carme Forcadell, militante de ERC, en la celebración de quinto aniversario del 1-O. Maltratar es un concepto internalizado por los prohombres del procés. Se meten ahora con la señora que pronunció, en la escalera del Parlament, la independencia de Cataluña; se lo encargaron a ella –entonces presidenta del Parlament— por falta de redaños y tampoco arriaron la bandera española del Palau de la Generalitat porque, en la noche de autos, la prisa les congeló las criadillas. Con estos jacobinos para qué queremos girondinos; ¡arriba la falda plisada! y Abajo esos cobardes rimadores/ De espíritu fanático..., escribió Voltaire en su Henriada, el poema épico contra el dogmatismo. La situación actual es calcada a la de mayo del pasado año, cuando tras 83 días de negociación con Junts, Aragonès dio por imposible el acuerdo.

El veterano patricio Xavier Trias se olvida de su condición de alcaldable por pura “estupefacción” ante la estulticia de su partido de referencia. Los buenos huyen de la corte gazmoña de Jordi Turull, que busca institución para medrar; un día puede ser el Consell de Cent o en la alcaldía de su pueblo y al siguiente, la caja fuerte de la Diputación. Son los herederos del pillapilla y la cabra tira al monte.

A Turull no le incomoda ser el Saturno del cielo planetario, aunque Aragonès sea el Sol. Tras haber sido humillado, sigue erre que erre con mantener a su partido en el Govern. Por indicación de su camarada Josep Rull ha tomado prestado el discurso de Joe Biden sobre el Estado de la Unión, cuando el presidente norteamericano repitió la archiconocida frase “si no luchamos unidos, nos colgarán por separado”, en referencia a Benjamin Franklin, inventor, forjador de la federación americana, polímata y editor la Gaceta de Pensilvania.