En la cuestión tributaria, asunto esencial del debate público en cualquier democracia, palpita una notable contradicción: los socialistas y parte de las izquierdas (difusas) defienden la existencia y, sobre todo, el incremento ad infinitum de los impuestos con el argumento (falsario) de que son la mejor herramienta para distribuir la riqueza, lograr la justicia social y garantizar lo que –pomposamente– denominan el Estado del Bienestar, aunque con frecuencia olviden explicar con rigor, exactitud y números concretos –ellos prefieren las generalizaciones– en qué diablos consiste tal concepto. Las derechas, en cambio, recurren a su viejo axioma, que viene a ser una suerte de réplica invertida de la máxima de Proudhon sobre la propiedad: “Los impuestos son un robo”. Indudable malestar en ambas orillas.

Dada la manifiesta ausencia de grises –que es únicamente retórica, porque los tributos pueden recaudarse para una cosa y utilizarse en otras– se diría que ninguno de los grandes bloques ideológicos dominantes confían en exceso en los matices ni se paran demasiado a analizar los (diabólicos) detalles. Probablemente esto suceda porque su antagónica posición comparte un sustrato común: su idea de los tributos no depende del interés general, sino del afán particular. En una cosa, sin embargo, existe unanimidad: nadie desea pagar (más) impuestos. De ahí que la naturaleza de la cosa, por decirlo al modo antiguo, su nombre mismo, denote una tautología: los impuestos son una imposición. En realidad, el fondo de esta eterna discusión no es su existencia, que en términos históricos ha pasado por diferentes modelos y tránsitos, sino cuál es, aquí y ahora, su destino concreto. Su verdadera función.

No es lo mismo recaudar arbitrariamente y a capricho –un tributo no deja de ser una forma de artificio técnico– que hacerlo realmente para sostener (sin malgastar recursos) los servicios públicos fundamentales. Esto lo entiende cualquiera, salvo las respectivas cuadras políticas, que tratan de incautarse de la riqueza individual mediante la demagogia, como si todos los contribuyentes fuéramos esos devotos que, en cualquier situación, justifican la bondad de su santo preferido en vez de ceñirse a conocer sus milagros. ¿En qué momento para hacer política empezó a exigirse dejar de pensar?

En los últimos diez años –son datos de la OCDE– la presión fiscal en España ha crecido hasta cinco puntos porcentuales, hasta situarse en el 36,6%, por encima de la tendencia en el resto de países de este organismo internacional. La riqueza media (estadística), en cambio, está fuertemente estancada o en retroceso. Y la deuda estatal continúa en ascenso, lo que sitúa al país –y por tanto a los contribuyentes– en una situación de debilidad ante los mercados de crédito, como sucede con cualquiera que gaste mucho más de lo que ingresa y, para cubrir la diferencia, haya recurrido a pedir dinero ajeno.

El problema de la deuda pública, que es similar a la empresarial, no es tanto su existencia, sino cuál sea su duración temporal y si existe objetivamente la capacidad (racional) para hacerle frente. Las sociedades mercantiles insolventes suelen desaparecer –salvo cuando son rescatadas o subsidiadas por motivos políticos–, pero los Estados, antes de declararse en bancarrota, calman a sus inquietos prestamistas asaeteando a impuestos a sus ciudadanos. Primero llega la imposición marcial; más tarde nace el discurso justificativo. La suma de ambos elementos obra la demagogia, indudable reina de nuestra extrañísima democracia.

El Ejecutivo central lleva mucho tiempo atrapado en un bucle perverso. No es nada virtuoso: gasta por encima de sus posibilidades e ingresa –vía tributos– bastante más de sus necesidades objetivas. En buena medida esto sucede porque la España oficial, sin que lo avale la Constitución, opera con un marco federal que supone ineficacia, gasto burocrático y estéril y peores servicios públicos. Nuestros políticos –en este asunto no hay diferencias– son incapaces de contenerse. Destinan los recursos disponibles a financiar políticas identitarias o partidistas (egoístas, en suma) y al clientelismo. En ambos casos a mayor gloria suya.

Su felicidad es el origen de nuestra calamidad. Pagamos las cosas más absurdas del mundo –como traducción simultánea en un país con un idioma común– mientras vemos que el esqueleto social del Estado mengua, aunque los funcionarios cada vez ganen más. En esta lógica (demencial) cabe adscribir las guerras fiscales con las que el PP ha logrado torcerle el brazo a la Moncloa. La operación comenzó en Canarias –en aquella cumbre autonómica en la isla de La Palma–, prosiguió en Andalucía, cuyo gobierno ha eliminado el impuesto de patrimonio a las grandes fortunas, emulando a Madrid, y en la última semana ha degenerado en una súbita carrera tributaria a la baja a la que se han añadido muchas regiones gobernadas por el PSOE, forzando así a la ministra Montero (que en su día destruyó la sanidad andaluza sin dejar por eso de subir los impuestos) a improvisar una reforma tributaria de urgencia que contradice muchas de sus decisiones. Casi todas, en realidad

Lo que no logró la pandemia, probablemente la situación más crítica en términos económicos desde 2010, lo han conseguido los virreyes autonómicos de la gran taifa España. No deja de ser llamativo: podemos estar pagando impuestos sin tasa mientras se hunde el Titanic, pero si se aproximan unas inciertas elecciones locales y autonómicas los jefes de las tribus ceden y rebajan transitoriamente la factura fiscal (sin reducir el gasto público). En España, la institucionalidad no existe: es una ficción. Absolutamente todo lo común se rige por el factor partidario. Tampoco se tiene independencia de criterio, sino interés, como muestra el trampantojo colosal de oír a la élite política de Cataluña –independentistas sobre todas las cosas– censurar que Andalucía ejerza su autonomía fiscal, limitada y acorde con el marco constitucional, al tiempo que ellos persiguen, sin amparo de la Carta Magna, a base de un victimismo falto de autoestima, una soberanía tributaria que destruye la cohesión social.

“En España no existirá justicia fiscal mientras la casta política siga saliéndose de su surco”, decía el filósofo Antonio Escohotado. La guinda del pastel, cima del sainete político en el que habitamos mientras nos empobrecemos sin remedio, es ver cómo sucede justo lo contrario. Contemplar a la Moncloa, incapaz de resolver la financiación autonómica, en buena medida porque la minoría parlamentaria del PSOE le obliga a favorecer a las regiones gobernadas por los independentistas y los nacionalistas, trabajar denodadamente en favor de la asimetría territorial o bautizar con el nombre de solidaridad uno de sus nuevos tributos, en un gesto que nos recuerda a un instante que atesoramos en nuestra memoria sentimental: cuando en las parroquias antiguas se pasaba una cesta para recaudar el óbolo “en nombre de los pobres” y, una vez a buen recaudo el dinero, se destinaba a comprarle una nueva casulla del obispo, egregio príncipe de la Iglesia.