La literatura, que es el nombre irónico que damos al periodismo de ficción, un oxímoron que abunda mucho más de lo que parece, explica con una capacidad de condensación prodigiosa el sentido de algunas noticias. Véase, sin ir más lejos, el fallo del Supremo sobre el escándalo de los ERE, cuya redacción literal ha sido hecha pública esta semana. Las 1.205 páginas de la sentencia, un nuevo hito de desestabilización para la Moncloa tras la inflación, el incremento de los tipos de interés y la debacle económica, pueden resumirse con las palabras del arranque de Corazón tan blanco, la gran novela de Javier Marías: “No he querido saber, pero he sabido”.

Ahí está todo: la voluntad, consciente, de mirar hacia otro lado, que es la actitud que adoptó Griñán como consejero de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía al ignorar todos los informes que alertaban sobre la ilegalidad intrínseca del sistema para subvencionar prejubilaciones y despidos mientras se producía el saqueo de las arcas autonómicas. También el reconocimiento (que es lo que niega Griñán a pesar de las pruebas) de que sabía (de antemano) todo lo que sucedía. Es la condición milagrosa de los buenos versos: expresar a la perfección la verdad, sin por eso restarle complejidad a la realidad.

El Gobierno, que de momento da una de cal y otra de arena a la petición de gracia solicitada por el ex presidente del PSOE, condenado en firme por prevaricación y malversación (lo que implica que tiene que entrar en la cárcel), alimentando así tanto la posibilidad de concederlo (parcialmente) como dejando abierta la puerta a dilatarlo, sabe que este autoindulto tendrá un coste político colosal. Y más a meses para las elecciones municipales del 28M, con las encuestas augurando una derrota telúrica y los tipos de interés y los precios creciendo sin cesar. Paradójicamente, en este caso, conceder el perdón a Griñán puede resultar en términos políticos bastante más gravoso que la impopularidad de los delitos cometidos.

La corrupción política, en otros episodios anteriores, desde el caso Pujol a la Gürtel, no acostumbra a implicar una sanción electoral notable. Los políticos condenados pueden seguir ganando elecciones de forma directa o indirecta. Pero esta anomalía moral –propia de una sociedad que al mismo tiempo envidia y deplora a los condenados– no les exime del riesgo de erosión. Muchos votantes menosprecian el robo de las arcas públicas y la política clientelar –esto son los ERES, elevado a su máximo grado de obscenidad– pero pueden castigar la autoindulgencia (partidaria) si el PSOE se la aplica a sí mismo, como los césares de Roma.

El fallo del Supremo supone un ejemplo de las condiciones en las que trabaja la Justicia: la instructora sufrió presiones y descalificaciones por parte de los socialistas, la Audiencia de Sevilla fue desautorizada por los condenados y el Supremo, por dos ocasiones, durante la instrucción y ahora en el recurso de última instancia, ha sido discutido (y no precisamente con argumentos) por la vieja guardia del PSOE y parte de la nueva. Los tribunales, aunque con excesiva dilación por falta de medios y tretas político-judiciales, han hecho su trabajo.

La trama corrupta del PSOE malversó 680 millones de euros en Andalucía a los que hay que sumar los gastos que ha costado la investigación y definitiva resolución judicial con todas las garantías procesales. Esto, en términos tanto simbólicos y patrimoniales, es lo que va a malversar el Gobierno –está por ver si Unidas Podemos apoyará la decisión– con el indulto, estableciendo además una diferenciación arbitraria entre Griñán y el resto de condenados a prisión. Todos cuentan con idénticos requisitos para la medida de gracia: una edad similar, una situación económica equivalente –el fallo no va a suponer responsabilidad civil alguna, gracias a que Susana Díaz ordenó a los letrados de la Junta renunciar en sede judicial a su condición de perjudicada– y el rasgo que equipara a los sectarios: obedecer órdenes.

Baroja, en uno de sus arranques de genialidad, dejó dicho que en la mentira siempre existen matices, al contrario de lo que sucede con la verdad, donde no hay ninguno (una cosa es cierta o no lo es). En contra de las pruebas indiciarias, admitidas en Derecho y respaldadas por la doctrina del Tribunal Constitucional, los socialistas describen a Griñán como un santo injustamente castigado y la víctima de una vendetta política. Insisten en que dos de los cinco magistrados del Supremo le dan la razón, como si para dirimir la autoridad de la Sala no rigiera la misma lógica –entre mayorías y minorías– que en su momento convirtió a Griñán y a Chaves en presidentes de Andalucía. ¿El sistema de votación que sirvió para ungirlos con los laureles del poder no sirve para condenarlos? Por supuesto, estamos antes una fábula melodramática similar a la que ya contemplamos con los condenados por el procés.

El ex presidente de la Junta no es que se arrepienta, es que sostiene que los dos juicios celebrados son inválidos y sus delitos imposibles. El perfil que los socialistas hacen de su figura política no difiere de los sesgados cuadros del beato Jordi Pujol. Griñán –repite obstinadamente el argumentario de Ferraz– es molt honorable. La Justicia, en cambio, lo considera responsable de malversación no porque se lucrase –en ningún momento de la causa ha sido acusado de apropiación indebida–, sino porque, sabiendo lo que sucedía, lo permitió.

El asombro del PSOE ante esta evidencia equivale al delirio de los culpables del procés. Los socialistas, exactamente igual que los independentistas catalanes, han descubierto tras décadas de complacencia, soberbia e inmunidad, que ganar elecciones no los sitúa por encima de la ley –que es el fiel de la balanza de una democracia seria–, sino bajo su imperium. Griñán “no habría querido saber, pero supo”. Y son estos dos hechos desnudos los que lo condenan.