El reciente rechazo a la propuesta de constitución en Chile o la fuerza con que esta semana ha irrumpido la extrema derecha en Suecia, son muestra del enorme embrollo en que nos hemos metido todo occidente, de punta a punta.
El tiempo ha venido a mostrar la fragilidad del discurso que alimentó la apertura y desregulación global: ni el mundo es políticamente plano ni los mercados lo resuelven todo por sí solos. Por contra, resurgen con toda crudeza viejos conflictos geoestratégicos mientras las sociedades se fracturan y la política tradicional se desvanece. Y tras todo ello, una economía que deja a muchos al margen del progreso. El trabajo ha dejado de ser un factor de arraigo y una garantía de una vida digna: este es el verdadero drama. Así las cosas, a menudo las recetas de derecha e izquierda complican aún más la salida del entuerto.
Desde filas progresistas, dada la incapacidad de cualquier gobierno nacional para regular un dinero global que campa a sus anchas, se lanzan propuestas cargadas de buena fe, pero absolutamente impracticables. Por ello, a menudo, no tienen otra alternativa que centrar su acción política en el desarrollo de derechos individuales, con que satisfacen a su parroquia más propia, pero desorientan, cuando no indignan, a algunos de los más vulnerables. Así, no pocos reaccionan en sentido contrario; entienden que además de no llegar a final de mes, se les desmonta un mundo tradicional y estable que añoran. Y se van a la extrema derecha.
Por su parte, los conservadores insisten en sus reglas mágicas, pese a las muchas evidencias del desastre. Para ellos, la solución es bien sencilla: menor fiscalidad y mayor privatización. Convencidos de ello por sus consecuencias prácticas y, además, por cuanto sus propuestas se sustentan en dos valores fundamentales: la meritocracia y el talento; en realidad, en una lectura más que interesada de dichos conceptos.
Y, cada vez más desorientada, una mayoría ciudadana que tan sólo aspira a un trabajo estable y suficiente sobre el que sustentar una vida digna. Mientras no demos salida a esta legítima y eterna aspiración, los ciudadanos se irán decantando a uno u otro extremo. Hasta que ya sólo reste la violencia para solucionar el conflicto.