El mes de junio es propicio para que, en más de alguna tertulia, especialmente en los postres, salga a colación el tema de los impuestos, y según la mesa el tono puede ser más airado o menos. Los sectores empresariales, más airados; la de los trabajadores, resignados. No por ello menos cabreados. Viene este comentario por un coloquio al que asistí hace unos pocos días. Las tertulias entre amigos siempre son más apasionadas.

Mientras discurría la conversación, me acordaba de aquellas viejas campañas de "Hacienda somos todos", que incorporó a millones de personas a una cultura fiscal moderna, pero hay cosas que saben envejecer bien y otras que se estropean.

La crisis de 2008 y los recortes presupuestarios consiguientes generaron una fractura en la eficacia y eficiencia de muchos servicios públicos que la gente percibió y vivió con frustración y grandes dosis de malestar social. Casos de corrupción en el uso del dinero público y los mecanismos de control para evitar posibles desvíos han producido un incremento de la burocracia notable, que incide en el debate actual sobre la eficacia y eficiencia en el desempeño público.

Y cuando creíamos que podíamos retomar una senda de normalización, la pandemia con todos sus efectos sanitarios y laborales nos devolvió al peor escenario. Una administración desbordada por las necesidades sociales que generan un incremento del gasto social, los ERTE y el gasto sanitario congelado desde hacía 10 años son la punta del iceberg. Los fenómenos meteorológicos, como la borrasca Gloria y el volcán de la Palma, son apuntes negativos al cuadro ya descrito. La guerra de Ucrania y el nuevo gasto en seguridad definen una senda muy difícil y, como decía un famoso economista, rasquen un poco y aun podemos bajar más, pongan algunos puntos de incremento de inflación y obtenemos un cuadro fantástico.

No hay soluciones mágicas. Todos sabemos que la fiscalidad no bajará. El que lo anunció en 2012, lo primero que hizo al gobernar fue subir los impuestos. Se pueden mejorar los tramos de los autónomos, a menudo los grandes ausentes, pero siempre paganinis de los debates. Pero bajar la presión a la mayoría de los contribuyentes, la clase media, que no lo sueñe nadie, y perdón por la sinceridad, salvo que los incrementos impositivos sean al capital y no a los salarios.

Si no queremos demagogias populistas, volvamos a los clásicos, la administración debe ser transparente y hacer pedagogía de sus cuentas públicas. Cada administración, en su nivel correspondiente, debe explicar los motivos de los gastos corrientes y de las inversiones realizadas. Hay mucha partida presupuestaria abierta y no ejecutada, que acaba dando pie a otras polémicas. Para recuperar los niveles de eficacia y eficiencia y credibilidad, la administración debe también generar mecanismos de trazabilidad y seguridad jurídica. ¿Por qué, por ejemplo, hay tantas licencias de obras y actividades que se pierden en los mundos ignotos de la administración? La administración no puede ser omnipresente, omnipotente, omnisciente.

Muchas personas han entendido la importancia de los servicios públicos de calidad. La pandemia ha generado pedagogía, con la salud y también en otros ámbitos, como educación, transportes, seguridad... pero los silencios administrativos, los vacíos de respuesta, empiezan a generar bastante malestar social. ¡Cuidado con la cultura de la impunidad en la función pública!

La productividad también es un reto y, si se me permite, una obligación perentoria en la administración. La gente no puede sentirse robada y maltratada. Los impuestos son siempre material de fácil manipulación. Si se quiere y debe recaudar más, también debe fomentarse la cultura de servicio y atención al cliente, en definitiva, a la ciudadanía. Fiscalidad, trazabilidad y productividad, la agenda para cumplir con el bien común y con Europa.