Dicen que la realidad, a veces, supera ampliamente a la ficción, y no seré yo quien afirme lo contrario. Pero no me parece menos cierto que la realidad se permite a menudo unas licencias que encontraríamos intolerables en la ficción, en la que todos estamos acostumbrados a que cada historia tenga una exposición, un nudo y un desenlace. En la realidad –gracias a su intérprete habitual, el periodismo- hay historias con exposición y nudo que carecen de desenlace. Durante días o semanas, ciertas noticias aparecen de manera insistente en la prensa escrita, la radio y la televisión, consiguiendo crearnos un interés por saber cómo terminarán, pero a menudo nos quedamos con las ganas y acabamos olvidándonos rápidamente de unos asuntos que eran muy importantes o que nos habían hecho creer que lo eran.
El último de esos asuntos que me ha venido a la cabeza es el extraño culebrón de los pinchazos en bares y discotecas a mujeres que rondaban por ahí y a las que alguien clavaba una jeringa o un pincho o vaya usted a saber qué. Se habló de intentos de sumisión sexual, aunque la mayoría de las denunciantes acababa siendo diagnosticada de un simple pinchazo incomprensible porque no se les había inyectado nada (no era fácil, pues parecía que los supuestos desaprensivos las pillaban al vuelo, sin quedarse a esperar el momento de someterlas químicamente). Los casos de inyección con fines aviesos eran escasísimos, y más bien parecía que una legión de tarados se había puesto de acuerdo en toda España (cosa posible desde el invento de las redes sociales) para crear un pánico falso entre la población femenina y un poco de alarma social, ya puestos. La información sobre los pinchazos era constante, tanto que se consiguió crear cierto ambiente de terror entre las asiduas a las discotecas, quienes, a partir de ahora, además de esquivar la posible burundanga de tipos aparentemente simpáticos, debían también vigilar con quien se cruzaban en la pista de baile. El fenómeno era de alcance nacional. Los pinchazos se daban en las grandes ciudades y en los pueblos. Nos enfrentábamos a una amenaza nueva, incomprensible y tirando a imbécil, ya que los gamberros (o lo que fueran) pinchaban por pinchar, sin sacar de ello ningún beneficio, por lamentable que fuera.
Estaba toda España en alerta hasta que un buen día dejamos de leer noticias sobre el extraño caso de los pinchazos, una historia con exposición y algo de nudo, pero sin desenlace. ¿Qué fue de los gamberros que pinchaban a las chicas? ¿Por qué lo hacían? ¿Cómo se coordinaban, si es que lo hacían? Por las mismas fechas, en el Reino Unido, se ponía de moda acuchillar a los transeúntes y los tabloides se ponían las botas con las noticias acerca de tan molesta tendencia. Tanto en España como en Inglaterra, los pinchazos de discoteca y las puñaladas de esquina se acabaron de un día para otro (aunque acaba de producirse un acuchillamiento en Londres durante los días de duelo por Isabel II). Renuncio a entender lo de los navajeros británicos, pero me gustaría saber cómo terminó la muy española historia de los pinchazos absurdos en discotecas, que casi nunca llevaban a una sumisión química, a una violación o a cualquier otra experiencia desagradable.
Pero me temo que estamos tan acostumbrados a que la realidad carezca de desenlace que casi nadie se pregunta ya cómo acabó, si es que acabó, la historia de los pinchazos discotequeros. Si la guerra en Ucrania se eterniza, es muy posible que nos pase lo mismo, convirtiendo el matonismo de Putin en otra de esas historias que duran demasiado, tanto que nos acaba dando lo mismo saber cómo terminan. Hace semanas que ni la prensa, la radio y la televisión dicen nada sobre la amenaza del absurdo pinchazo. Si el peligro ha pasado, ¿a qué se debe? ¿Se han vuelto a coordinar los gamberros para interrumpir sus estúpidas actividades? ¿Ha llegado la policía a alguna conclusión al respecto? Misterio. Lo único que ha quedado claro es que un asunto de vital interés ha dejado de serlo de un día para otro.
No sé si la realidad supera a la ficción, pero es evidente que está muy por debajo de esta cuando tras el nudo y la exposición, nos hurta el desenlace. Me gustaría saber a qué obedeció aquella epidemia de los pinchazos, pero me temo que me voy a quedar con las ganas si no me cuentan nada los periodistas, los policías, los jueces y los políticos. No dudo que todos ellos viven agobiados por las novedades, pero dejar una historia sin conclusión no se le habría ocurrido ni a Marcial Lafuente Estefanía.