Junts rompe amarras y Aragonès pierde la calle. Pero las expectativas que relacionan movilización e independencia están descontadas: los sondeos señalan el mantenimiento de ERC frente a la caída de Junts. Al exigir elecciones, Jordi Turull rema a contracorriente y pone en marcha su harakiri en el que, el hipotético futuro, encarnado por Laura Borràs, desplazará a la cúpula del partido para empezar una nueva aventura, acompañada de la ANC.
Dolors Feliu, presidenta del foro civil, admite ya su conversión en fuerza política. En todo caso, la estación postrera del soberanismo presenta el aire luctuoso de una muerte sacrificial. El teatrillo recuerda al oficial y escritor japonés Yukio Mishima, que se rebañó el vientre con una katana, a la vista de todos. Mishima, autor de aquel inolvidable libro El marino que perdió la gracia del mar, amó la belleza, la muerte y al emperador. Y puede que Borràs y Feliu amen mucho al país, pero si la Justicia inhabilita a la primera, ella tendrá que restar votos al enemigo a base de amenizar con los sarracenos de una Jerusalén liberada.
La Diada ha mostrado la ruptura del consenso político y el reinicio de un consenso civil todavía posible. El fin de la política y el relanzamiento de la movilización ocupan la reflexión de Jordi Pujol --ingresado tras sufrir un ictus-- al decir que Cataluña “atraviesa una crisis muy seria”. Podrá tener muchos defectos, pero Pujol es Pujol; no tiene nada que ver con el melindroso Oriol Junqueras y sus advenedizos.
Quienes ejecutaron al César en las puertas del Capitolio --su propio hijo, Oriol Pujol, David Madí o el mismo Artur Mas, entre otros-- estaban en el ajo de una conspiración. Desalojado el pionero, los discursos del delfín solo demostraron que, fuera de la civilización, hace demasiado frío. Los expresidents Carles Puigdemont y Quim Torra fueron la ausencia y el vacío; y ahora, Pere Aragonès para dar un paso tiene que esperar la confirmación por boca del chofer del exalcalde de Sant Vicenç dels Horts, rollizo y frito en salsa de historiografía. El poder en la sombra de ERC es incapaz de ahondar en un pacto transversal. Solo atiende a una razón: Independence first.
Para terminar con la cantinela nacional populista, el voto serio ha de ganar enteros, sin contar con el PP debilitado y con un inexistente Ciudadanos. Hoy, el PSC se antoja el único paraguas de una vía constitucional sensata. No se trata de arrogarse la razón sino de gobernar. Los años interminables de gobiernos nacionalistas han sido de prevaricación en los cargos y de incumplimiento de las obligaciones. El calor de la patria no puede ser el único aliciente de un pueblo estético de almas acorazadas. La patria, último refugio de los canallas, no es una ideología y ni siquiera es un territorio en el siglo XXI, un tiempo marcado por la permeabilidad de las fronteras y la interacción de las culturas, enemigos del nacional populismo.
Convergència nació inspirada por la democracia cristiana de Flandes, convertida hoy en partido autoritario, y por el llamado “catolicismo del Rhin”, ligado en su momento al excanciller alemán, Konrad Adenauer. Al proyecto se le unió la Unión Social Cristiana bávara del ultranacionalista conservador Franz Josef Strauss, apodado el toro de Baviera, amigo de Pujol en vida e hijo de un carnicero muniqués, entusiasta de la Oktoberfest, el delirio del fermento y la cebada.
La socialdemocracia nórdica de los convergentes fue solo una nube de verano. Un intento de limpiar la imagen, como quiere hacerlo ahora la nueva ola de Junts-ANC. El nacionalismo cree merecer la gloria de Cherubino, el paje farfallón de Las bodas de Fígaro. ¿Conseguirá salir airoso de una derrota que nos ha hecho retroceder diez años?