Este ha sido mi primer verano sin ir prácticamente a ninguna parte. Citando las mismas palabras que una compañera periodista, madre de un niño pequeño, como yo, me he limitado a expoliar los recursos paternos y pasarme los días chapoteando en la piscina con el culo mojado. Hay pocas cosas que me desagraden más que sentir el bikini húmedo pegado a mi piel, pero ser madre es un sacrificio constante. Por suerte, mi hijo parece odiar la playa (se pone histérico tan solo pisar la arena) y no he tenido remordimientos de conciencia por estar privándole de una actividad tan divertida como la de ir a alguna playa del Maresme cuando la canícula aprieta y se divisan compresas y plásticos flotando en el agua.
También ha sido el primer verano en el que no he leído prácticamente nada. Cuando por fin mi hijo se dormía, estaba tan agotada que cualquier intento de leer una página o mirar un capítulo de una serie era en vano. Los ojos se me cerraban, mientras los mosquitos que aún no me habían picado durante el día me chupaban la sangre. Durante las últimas semanas he perdido mucho el tiempo buscando en internet los motivos por los que los mosquitos me pican a mí, y no a mis padres, o a mis amigos. ¿Olor corporal? ¿Grupo sanguíneo? Sigo sin encontrar una explicación científica razonable.
Ha sido un largo y agotador verano, sí, pero por suerte he tenido tiempo para aburrirme un poco, sentir que las horas pasaban despacio hasta que por fin caía el sol (¿no se trata de eso, las vacaciones, de bajar el ritmo?), de tomar helado y vino blanco, de encontrarme con amigos que hacía tiempo que no veía. Y, sobre todo, de tener contacto diario con la naturaleza, algo fundamental para mantener cierto nivel de felicidad y bienestar en nuestras vidas, según explica Arthur C. Brooks, profesor de Harvard Business School, en su columna mensual en The Atlantic.
En su artículo, Brooks cita un estudio de 2015 en que los investigadores asignaron a un grupo de personas caminar en la naturaleza o en un entorno urbano durante 50 minutos. Los que caminaban por la naturaleza presentaban menos ansiedad, mejor estado de ánimo y mejor memoria. También era mucho menos probable que estuvieran de acuerdo con afirmaciones como "a menudo reflexiono sobre episodios de mi vida que ya no deberían preocuparme”.
A pesar de algunas escapadas frustradas al Pirineo (Covid y virus varios que han puesto a mi hijo a 40 de fiebre en plena hora de calor), hemos tenido la oportunidad de hacer excursiones por el bosque, observar mariposas, hundir los pies en un riachuelo a los pies del Montseny, abrir piñones con una piedra y comerlos sin parar, recoger moras, y hasta perseguir por el jardín a un zorro famélico y despistado. “Chica, es lo que hay, los animales, con esta sequía, pasan hambre y sed, y hacen lo que pueden. ¿Tú no harías lo mismo?”, me respondieron los forestales cuando les expliqué que un zorro viene a visitarnos cada noche a nuestra casa del Maresme. Para evitar que volviera, lo más importante era no darles comida, me advirtieron. Obviamente, no les dije que la noche anterior mi madre le había dado al zorro un poco de fuet.
Brooks también explica que el contacto con la naturaleza puede lograr incluso que nos preocupemos menos por las opiniones de los demás. Según otro estudio, de 2008, las personas que caminaban por la ciudad durante 15 minutos tenían un 39% más de probabilidades de estar de acuerdo con la afirmación "ahora mismo, me preocupa la forma en que me presento" que las personas que pasaban el mismo tiempo caminando por la naturaleza.
La conclusión a la que llega Brooks es que si la naturaleza está ausente de tu vida, es probable que seas más infeliz, más neurótico y menos productivo de lo necesario. Este verano no he ido a ninguna parte, pero me quedo bastante tranquila.