Cataluña busca el alma perdida de José Fouché, aquel político francés que mantuvo sus cargos en el Terror, el Termidor, el imperio napoleónico y en la restauración borbónica. Aquí tenemos a uno que lo haría a las mil maravillas: Miquel Iceta, embargado de emoción en aquel desfile olímpico del Estadi Lluís Companys, en 1992, con el entonces príncipe Felipe portando el estandarte. No pierdo la esperanza de que Iceta acabe haciendo de puente Madrid-Barcelona si el hierático Salvador Illa gana las autonómicas, aprovechando el derrumbe de Junts. Pero antes de tender puentes debemos liquidar el psicofanatismo catalán, tan parecido al reino de Estanislao II de Polonia, un país de fronteras porosas con Prusia, Austria-Hungría, la Rusia del zar Nicolás y el imperio otomano. Aquel reino implosionó y nosotros vamos por el mismo camino.
Tenemos a mano la puerta del mar más antiguo; pero además de viajar al Egeo o al Tirreno, en nuestro pasado germinó el triste presente. Que nadie se engañe: mientras la Cataluña esperanzada y laboriosa estaba exultante en la ceremonia de inauguración de los Juegos del 92, con Nelson Mandela –“sentado a mi lado”, decía con orgullo Juan Antonio Samaranch—, el rencor nacionalista trataba de boicotear la cita olímpica con aquellas pancartas del Freedom for Catalonia. Eran los mastuerzos de siempre; los jóvenes turcos del Pinyol, los Madí, Artur Mas, Oriol Pujol, etcétera, que años después acabaron provocando el brote psicótico del procés.
Cuando ellos levantan banderas, todos nosotros hacemos el ridículo internacional, porque al final somos la ancha espalda de sus burdos experimentos. Siempre ha sido así, desde el día de 1980 en que Jordi Pujol –perdedor en los comicios, pero ganador en los pactos con ERC— prometió un bosque encantado, subido al techo de un coche aparcado frente al Hotel Majestic. Prometió crear un INI catalán, antes de desmontar aquel monopolio de las pérdidas, que pagábamos los contribuyentes; después, aplazó el Túnel del Cadí para conectarlo con el Puymorens y se tiró años acumulando retrasos en el Eje del Ebro o en el Transversal; y mucho después, cuando el nacionalismo se puso al frente del Mercado de Futuros de Barcelona, perdimos la ocasión de especializar en derivados nuestra plaza financiera. A nadie se le había ocurrido colgar una estelada en el frontispicio del Salón de Contratación de la antigua Bolsa de Barcelona, joya del gótico civil.
Hoy estamos ante otra sesión de la mesa de negociación Govern-Gobierno; otra ocasión pedida. Por mucho que Sánchez les baile el agua, los ultramontanos no cambian de paradigma: mantienen su objetivo de República carlina. Después de la última ensulsiada procesista, aceptan el techo de gasto –qué remedio— que reduce el PIB de 2023. La diplomacia y el conocimiento tienen los pies de barro. El general Bonaparte era hijo de la pequeña nobleza provinciana, como el nacionalismo catalán lo es de la menestralía; el Segundo Imperio napoleónico y la Revolución Gloriosa del general Prim nacieron en los cuarteles. En Francia gobernó Fouché y aquí todo acabó con un trabucazo en la calle del Turco.
Para llegar a la versión española del trono invisible de Francia, al ministro Iceta no le hace falta ser taimado, ambicioso, astuto o impúdico, como lo era Fouché. Le basta con verter materia gris –él la tiene— sobre el altar del psicofanatismo catalán.