El origen de una elevada inflación siempre es el mismo: un gran aumento del precio de los productos por parte de las empresas. Algunas veces es el reflejo de un crecimiento sustancial de sus costes y en ocasiones de un incremento de su margen unitario de beneficio En el primer contexto, sus ganancias generalmente disminuyen y, en el segundo, aumentan.
Un sustancial incremento de los costes de las compañías normalmente proviene de una considerable subida salarial, un elevado incremento del precio de las materias primas o una significativa depreciación de la moneda nacional. Por tanto, la elevada inflación procede de la nación, del mercado mundial de productos básicos o de las importaciones, respectivamente.
Una excesiva subida salarial es generalmente consecuencia de una insuficiente mano de obra disponible o de una legislación laboral muy favorable a los trabajadores. En el primer caso, la solución óptima consiste en estimular la inmigración legal. Entre 2001 y 2008, es la que adoptaron los gobiernos de Aznar y Zapatero, pues en dicho período la población extranjera residente en España pasó de 923.879 a 5.268.762 personas.
En el segundo, la medida más adecuada comporta la reforma de las principales normas laborales para favorecer los intereses de las empresas y perjudicar los de los trabajadores. A principios de los 80, dichas modificaciones las hicieron Reagan en EEUU y Thatcher en el Reino Unido. En las décadas siguientes, fueron adoptadas en casi todos los demás países desarrollados. Debido a ello, en los últimos 20 años, las subidas de los salarios en las naciones avanzadas casi nunca han constituido un elemento generador de una elevada inflación.
Dichas modificaciones legislativas constituyeron una reacción a la actuación de los sindicatos con posterioridad a la crisis del petróleo de 1973. Una espectacular subida del precio de crudo generó una elevada inflación temporal en los países desarrollados y esta se convirtió en duradera porque los representantes de los trabajadores reclamaron grandes subidas salariales en los siguientes años. El resultado fue la llegada de la estanflación, cuyas características principales son un gran aumento del IPC y del desempleo.
Las acciones del gobierno en los dos anteriores casos no tienen una rápida repercusión sobre el mercado de trabajo, sino bastante lenta. A veces, para conseguir efectos importantes, es necesario que pasen más de 18 meses. Por tanto, las autoridades económicas se ven obligadas a realizar otra actuación: el aumento de los tipos de interés del banco central. No constituye una buena medida, sino la menos mala, pues un problema de oferta es temporalmente resuelto por una reducción de la demanda.
En el anterior contexto, la ventaja de la elevación de los tipos de interés está en la rapidez de sus efectos. En cambio, el inconveniente es su negativa repercusión sobre el PIB. Este último motivo provoca que la anterior actuación sea conocida como la quimioterapia económica, pues genera indeseados efectos secundarios. Consigue su propósito y elimina la elevada inflación, pero en numerosas ocasiones provoca la aparición de una recesión.
A las naciones importadoras de materias primas, un incremento del precio de los productos básicos las hace más pobres. Una reducción del PIB que puede aumentar si es imprescindible subir los tipos de interés para reducir el alza del IPC. Así pues, la solución adecuada es un pacto de rentas entre la Administración, las patronales y los sindicatos. Sus principales objetivos deben ser dos: una distribución equitativa de la pérdida de riqueza entre los distintos colectivos del país e impedir la conversión de una inflación temporal en duradera.
El ejemplo español más famoso son los Pactos de la Moncloa de 1977. No obstante, este constituyó un acuerdo más político que social, pues la principal prioridad fue la obtención de un consenso entre los principales partidos con la finalidad de estabilizar la economía y consolidar la democracia. Uno de sus logros supuso la reducción de la inflación entre diciembre de 1977 y el mismo mes de 1998 desde un 26,4% a un 16,5%.
Desde hace meses, el Gobierno debería haber impulsado un pacto de rentas. No obstante, el coste político de un posible fracaso le ha llevado a no intentarlo. En la actual coyuntura, el comportamiento de los sindicatos es irreprochable, pues entre enero y mayo la subida media de los salarios en los nuevos convenios ha sido del 2,3%. Un porcentaje inferior en 5,8 puntos al de la inflación promedio del período y una gran pérdida de poder adquisitivo.
Por tanto, la principal finalidad del pacto de rentas debería ser que las empresas solo repercutieran una pequeña parte del aumento de sus costes en el precio de los bienes. En otras palabras, se sacrificaran y aceptaran temporalmente conseguir menores beneficios, tal y como hasta ahora han hecho los trabajadores. En dicho acuerdo, habrían de tener un papel esencial las compañías eléctricas, petroleras y gasísticas, quienes han obtenido un gran provecho de forma directa e indirecta del elevado aumento del precio de los combustibles fósiles.
A las primeras, una gran subida del precio del gas y el sistema marginalista de fijación de precios de la electricidad les ha permitido obtener un beneficio histórico por MWh generado. A las segundas, un sustancial aumento de la cotización del crudo ha hecho mucho más rentable su extracción. A alguna de las terceras, el considerable incremento de la materia prima les ha proporcionado una ganancia imprevista, pues su actual precio de mercado supera con claridad el acordado hace años con Sonatrach (empresa estatal de Argelia).
Otras soluciones a la importación de inflación a través del incremento del importe de los productos básicos son la fijación de precios máximos, las subvenciones y las reducciones de algunos tipos impositivos. No obstante, las tres medidas son únicamente sostenibles a corto plazo por el importante coste que poseen para las arcas públicas, pues suelen tener un gran impacto sobre el déficit presupuestario, al incrementar el gasto y reducir los ingresos de la Administración.
Las anteriores actuaciones tendrían una gran utilidad si la etapa alcista del precio de las materias primas durara como máximo un semestre, la bajista fuera igual o más rápida que la anterior y la inflación subyacente durante la primera fase hubiera aumentado escasamente. Una posibilidad que solo se hubiera dado si la guerra en Ucrania hubiera durado unas pocas semanas y las sanciones a Rusia hubieran pasado rápidamente al baúl de los recuerdos.
En una coyuntura normal, las empresas aumentan su margen de beneficio por unidad vendida cuando existe una reducida competencia entre las compañías del sector o una demanda de sus artículos equivalente o próxima a su capacidad de producción. En ambos casos, el incremento de sus precios supera holgadamente al IPC, ya sea porque sus directivos consideran sumamente improbable una significativa pérdida de cuota de mercado o debido a la existencia de un gran auge económico en el país.
Para impedir la primera situación, la Administración debe realizar una nueva regulación de las actividades donde exista una escasa competencia. La finalidad de las normas es facilitar la entrada de empresas en el sector, aumentar la rivalidad entre compañías y contener las futuras subidas de precios. En España sería muy conveniente realizar la anterior acción en los negocios de generación de electricidad y distribución de gasolina, gasóleo y gas natural.
En la mayoría de las ocasiones, la segunda situación viene generada por un gran incremento del gasto de la Administración, unos tipos de interés reales negativos en un período de elevado crecimiento económico o una excesiva disponibilidad de crédito por parte de familias y empresas. Una probable consecuencia de cualquiera de las tres anteriores medidas es un aumento de la demanda de bienes incapaz de ser absorbido a corto plazo por la oferta.
Si así sucede, la excesiva demanda genera un elevado incremento de la inflación. Para reducir la última, previamente hay que disminuir la primera. La medida más rápida e idónea es la subida de los tipos de interés. No obstante, aunque el problema ahora esté en el gasto y no en la producción como anteriormente sucedía, dicha acción puede provocar indeseados efectos secundarios. Estos se producen cuando el banco central aumenta demasiado los tipos y en pocos meses la economía pasa de la expansión a la recesión.
En definitiva, desde el segundo semestre de 2021, la elevada inflación española ha sido principalmente consecuencia del gran incremento del precio de las materias primas. Un aumento que se ha trasladado parcialmente al importe de numerosos productos, tal y como demuestra en mayo una inflación subyacente del 4,9%. Hasta el momento, las medidas paliativas adoptadas por el gobierno han sido insuficientes y, entre los países grandes de la Unión Europea, España es la nación que posee un mayor IPC (10,1% en junio).
No obstante, en el próximo semestre la inflación disminuirá en gran medida y lo hará principalmente por el motivo opuesto al que explica la subida del último año: una elevada caída del precio de los productos básicos. Una reducción basada en una considerable contracción de su demanda por la entrada en recesión de una parte sustancial de los países desarrollados, entre ellos EEUU, Alemania y Países Bajos.