Cambiamos sillas y repetimos nombres. El empresario Joaquim Uriach Torelló preside el Palau de la Música desde el pasado martes 21 de junio; ha sido patrón de su fundación y de la Fundación Pau Casals; benefactor del Liceu y del patronato Victoria de los Ángeles. Ha presidido la Fundación de Esade, el órgano de gobierno de la prestigiosa escuela de negocios de la que es directora Eugenia Bieto, que ahora desempeñará en el Palau el cargo de vicepresidenta primera. En el mismo Palau, Ignacio García-Nieto será ahora el tesorero, después de haber presidido el Círculo del Liceo, otra fundación de la que Uriach ha formado parte.
Jugamos a las cuatro esquinas. Nos movemos a derecha y a izquierda, nunca en diagonal, como lo hacíamos de niños entre las columnas curvas del Parque Güell. El deseo de unir la cultura y clase dirigente es absolutamente loable. Solo que los puestos de responsabilidad, sea en el Palau o en el Liceu, por citar dos emblemas, ya no corresponden a los patronímicos industriosos que, en otro tiempo, zaherían la Sala Casas en compañía de barberos y manicuras. Ahora quien alimenta los consorcios culturales son los fondos públicos que vierten el Ministerio de Cultura, la Generalitat o Ayuntamiento de Barcelona. Es cierto que, por encima de las estructuras de gestión, lucen muy bien las fundaciones de los apellidos con historia que lideraron la revolución del vapor o la producción a gran escala de ácido sulfúrico. Pero los descendientes de aquellas sagas ya no comandan la economía, como clase.
Joaquim Uriach Torelló ha sido presidente de la empresa de laboratorios de su familia impulsada por su antecesor Joan Uriach Marsal, conocido en Barcelona como el Doctor Biodramina, porque fabricaba las cápsulas contra el mareo, muy conocidas en noches de luna clara sobre la cubierta de los vapores que hacían la ruta nupcial Barcelona-Palma de Mallorca. Uriach padre ha pertenecido a la Fundación para la Construcción del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, un patronato exitoso del que forma parte Montserrat Carulla --hija del mítico Lluís Carulla, fundador del Ómnium, la entidad avasallada hoy por las falanges soberanistas--, presidenta saliente del Palau, tras doce años de reconstrucción, después del drama del último Millet. Los intercambios se mantienen; los interdictos también a pesar de que son por naturaleza el canto de cisne de un país desgarrado, a causa de la tozudez política de unos cuantos.
Después del procés, Cataluña vive un tiempo de retornos. Vuelven los patronatos y el espíritu de las viejas academias, reaparecidas al margen de las universidades, pero susceptibles también de tomar el relevo de la cultura, tal como lo tiene en cuenta el ministro Joan Subirats, en su nueva Ley de Universidades, en ciernes.
Quedan al margen los comienzos eclesiológicos, cuando el Palau del primer Millet fue más un centro pío que una escola musical del bosch, y la plenitud de su hijo Millet i Maristany, catalán de Burgos, comprometido en el renacer del catalanismo, ex presidente del Banco Popular con despacho en Madrid y camaradas en el nacionalismo naciente de socios con un pie en el mundo de las Flechas Navales del Antiguo Régimen; y se destierra para siempre al tercer Millet, una simple hecatombe.
Uriach Torelló promete desarrollar en el Palau "una estrategia digital global para mejorar el acceso a la música", contemplando también el objetivo de recuperar y editar composiciones "inéditas y olvidadas" del cancionero popular. Es decir, un matrimonio entre el mundo digital y el romanticismo tardío; la unción salesiana, la oblación del yo ante la orden de las letras y los trovadores. Encomiable, pero indeterminado para un centro de cultura que perdió el norte en manos de la comunión censitaria de los gentilicios. Estos últimos colonizan de nuevo los foros de gran visibilidad, como representes de sectores europeístas de la economía digital y verde. No son el ladrillo y el telar; tampoco el acero ni la metalurgia intensiva en energías fósiles. Son la química, la farmacopea, el conocimiento y las ciencias de la salud. Pero la revisitación abre un interrogante: ¿Cómo salvar al Palau como símbolo después de su caída? ¿Lo incluimos en una lista de obligaciones morales inexcusables o lo erigimos como un modelo ontológico sin precedentes? Este es el desafío en el regreso de la endogamia.