Tengo varios amigos que argumentan su decisión de no tener hijos por el miedo al cambio climático y al planeta que vamos a dejar a las nuevas generaciones. “Tendrán que vivir en una cápsula de aire acondicionado”, me decía uno de ellos cuando le expliqué que me estaba planteando ser madre. Él tenía muy claro que no tendría hijos, pero pensé que lo del cambio climático era solo una excusa, que si de verdad uno quiere tener hijos, los tiene y no se plantea tantas cosas.
Tres años después de esa conversación, con mi hijo ya convertido en un hombrecito de un año y medio y España sometida a una abrasante ola de calor, me pregunto si algo de razón tendría mi amigo.
“La mejor inversión que podemos hacer para el futuro de nuestros hijos es comprarles un apartamento en Reykjavik”, bromeaba el sábado pasado mi amiga Maria Isabel, madre de una niña de 3 años, cuando le confesé que a veces me entra el pánico pensando en cómo estará el planeta cuando mi hijo sea mayor. ¿Habrá incendios y huracanes continuamente? ¿España será un desierto? ¿Tendrá que mudarse a Suecia? “Andrea, no sirve de nada preocuparse por las cosas que no podemos controlar. Ya se adaptarán”.
Maria Isabel, una mujer inteligente y sensible, que me conoce desde que coincidimos en Berlín hace casi veinte años “haciendo ver que estudiábamos el doctorado”, como se ríe su marido, es la amiga que mejor sabe llevar mis ansiedades y preocupaciones: desde mi pánico a que el planeta explote, a mi tendencia a autodinamitar las relaciones con los hombres. “Eres como un barco a la deriva”, me dijo el otro día, riéndose a carcajadas mientras le contaba la concatenación de actos incoherentes (algunos impulsados por mi terapeuta) que había llevado a cabo en menos de 24 horas para hundir del todo los restos de una historia de amor. “Te he dicho mil veces que no te gastes 60 euros en el terapeuta cuando todo lo que tienes que oír te lo puedo decir yo”.
Bromas aparte, a Maria Isabel le preocupa tanto como a mí el cambio climático y cómo vivirán nuestros hijos cuando sean mayores. Y no le extraña que miles de adultos jóvenes en todo el mundo occidental hayan decidido no tener descendencia por miedo a los efectos del calentamiento global. El columnista de The New York Times Ezra Klein citaba en su último artículo (Tus hijos no están condenados) una encuesta de 2020 que revela que una cuarta parte de los adultos estadounidenses sin hijos dicen que el cambio climático es parte de la razón por la que no tuvieron hijos. Otro análisis de Morgan Stanley afirma que la decisión de "no tener hijos debido a los temores sobre el cambio climático está creciendo y repercutiendo en las tasas de fertilidad más rápidamente que cualquier otra tendencia precedente en el ámbito del descenso de la fertilidad".
¿Hemos llegado al punto de que desear tener hijos es un acto inmoral?, se cuestiona Klein. Para demostrar que no es así, pone sobre la mesa un pequeño detalle significativo: después de años de informar sobre el cambio climático, ha descubierto que la mayoría de personas que han dedicado su vida a combatir el cambio climático siguen teniendo hijos. Así que empezó a preguntarles por qué.
Su conclusión, después de escuchar diversas opiniones de científicos y académicos con hijos, como por ejemplo la del investigador David Wallace-Wells, padre de dos hijos y autor de El Planeta inhóspito (Debate, 2019), un relato de las consecuencias que tendrá, tan solo dentro de una generación, nuestra impasibilidad ante la crisis ecológica, es que no hay aún ningún modelo climático de la corriente dominante que sugiera un regreso a un mundo tan malo como el que teníamos en 1950, por no hablar de 1150, con elevados índices de mortalidad infantil y pobreza. Y ante un mundo tan malo, nuestros antepasados no renunciaron a tener hijos: sus descendientes son toda esa gente que ha colaborado a hacer que este mundo sea menos malo.
No se trata de desestimar el sufrimiento que desencadenará el cambio climático, concluye Klein, sino de que apreciemos lo malo que fue nuestro pasado para profundizar en nuestro enfado y espíritu de lucha ante la imprudencia frente al cambio climático. “Hemos hecho mucho para que el futuro sea mejor que el pasado. Renunciar a cualquier parte de esos logros, o incluso impedir el progreso que de otro modo podríamos ver, es peor que una tragedia. Es un crimen”, escribe.