Tal y como era previsible –básicamente porque así lo anunciaron los responsables políticos— la ejecución de la sentencia del TSJ de Cataluña sobre el restablecimiento del castellano como lengua vehicular en las escuelas públicas catalanas (la sentencia del 25%, para abreviar) ha sido torpedeada por tierra, mar y aire por los independentistas y sus aliados políticos, mediáticos y académicos, unos de buena fe (los menos) y la mayoría de mala fe, es decir, siguiendo los argumentarios al uso. Nada nuevo bajo el sol en una sociedad profundamente desinstitucionalizada, crecientemente iliberal y cada vez menos plural. Y es que la famosa espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann funciona como un tiro allí donde el coste de discrepar públicamente de la opinión dominante es cada vez más alto, no solo en términos sociales, sino también personales, económicos y profesionales. Nada que no sepamos desde hace mucho tiempo, pero conviene recordarlo de vez en cuando para explicar comportamientos, declaraciones y artículos que si no serían difícilmente comprensibles.
Porque, recapitulando, en un Estado de derecho las sentencias firmes de los tribunales deben cumplirse. Y esto afecta en particular a los poderes públicos, como garantía última de que no incurrirán en infracciones del ordenamiento jurídico precisamente los llamados a garantizarlo y los que tienen más fácil eludir su cumplimiento desde las instituciones. El ordenamiento jurídico, aclaro, es el vigente en el momento en que se dicta el acuerdo, el acto o la resolución que se considera contraria a Derecho, no el que aparece después como es lógico. Tempus regit actum, es decir, se aplica la norma en vigor en el momento de producirse los hechos, salvo el caso excepcional de la retroactividad de las normas penales o sancionadoras más favorables. La jurisdicción que en España se ocupa de controlar las actuaciones de Gobierno y Administración es la contencioso-administrativa. Y, desgraciadamente, no es nuevo que haya resistencia para ejecutar sus sentencias cuando no convienen al poder político o a la Administración. Sin irnos demasiado lejos ahí tenemos unas cuantas sentencias firmes en materia de transparencia o de urbanismo sin ejecutar. La diferencia con el caso del catalán es que a todo el mundo –académicos, profesionales del Derecho y periodistas más o menos especializados— le parece un escándalo. Porque lo es.
De hecho, la propia Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, que es la que rige en los procedimientos judiciales para revisar los actos o disposiciones del Gobierno y la Administración (sí, el Gobierno también puede dictar disposiciones normativas que no tienen rango de ley), prevé la posibilidad de que sus sentencias no se ejecuten voluntariamente. Es más, prevé también –experiencia no falta— que la forma en que se trate de eludir el cumplimiento de una sentencia firme sea precisamente dictando un nuevo acto administrativo… o una nueva disposición. Ejemplos tampoco faltan. Lo que dice la norma expresamente en su artículo 103.4 es que serán nulos de pleno derecho los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de las sentencias, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento. Como sabemos los abogados en ejercicio esta es una posibilidad real, y exige volver a presentar otro recurso contra ese nuevo acto o disposición del que, eso sí, deberá conocer el órgano judicial competente, que puede no ser el mismo que está velando por la ejecución de su sentencia. Por ejemplo, si hablamos de una disposición del Gobierno, el órgano competente será el Tribunal Supremo.
Claro, me dirán, pero ¿qué ocurre cuando la norma para eludir el cumplimiento de una sentencia firme emana de un Parlamento? Como es sabido, las disposiciones con rango de ley solo las puede controlar (para velar sobre su constitucionalidad o sobre la vulneración de derechos fundamentales) el Tribunal Constitucional. Por lo tanto, si se quiere “blindar” la falta de ejecución de una sentencia firme nada como promulgar una ley (o decreto-ley) autonómica que “corrija” la sentencia. No se trata de una táctica novedosa. De nuevo hay muchos ejemplos, el más reciente que yo recuerde, el de la urbanización de lujo ilegal en Valdecañas, Extremadura, construida en terrenos donde no se podía urbanizar. PP y PSOE aprobaron en la Asamblea regional una modificación de la Ley del suelo extremeña para “indultarla” que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional. Hoy por hoy, la urbanización sigue en pie. Y no es tan fácil para un ciudadano de a pie o para una organización de la sociedad civil llegar al Tribunal Constitucional, además de los medios económicos y del tiempo que requiere. Por otra parte, las Administraciones, el Gobierno o el Parlamento en cuestión disponen de todo el tiempo del mundo y del dinero de los contribuyentes. David contra Goliath. Probablemente, al final todo quede en nada.
No entraré en este artículo en los problemas técnicos que supone que se pretenda eludir el cumplimiento de una sentencia con una disposición con fuerza de ley, que tienen que ver, entre otras cosas, con que se prive a los recurrentes que han ganado una sentencia firme frente a la Administración de una situación jurídica judicialmente reconocida (una especie de expropiación, para entendernos). Esto lo podemos dejar para sesudas discusiones entre administrativas y constitucionalistas. Lo que me interesa destacar es lo obvio: la desprotección que supone para los ciudadanos que su Gobierno y su Administración decidan saltarse con tanta alegría los contrapesos que son propios de una democracia liberal representativa, de forma muy señalada el que representa el Poder Judicial y que son los que garantizan nuestros derechos y libertades. En una democracia los controles judiciales son importantes, a diferencia de lo que ocurre en una dictadura, por cierto. El que esta deriva autoritaria se jalee desde ámbitos y medios supuestamente progresistas con argumentos como el de que no se puede petrificar el ordenamiento jurídico es algo que, sinceramente, no consigo entender.
Por lo demás, no hay motivo para pensar que una vez iniciado este camino tan prometedor no hagan lo mismo otros Parlamentos autonómicos quizás con mayorías diferentes, pero con idéntica voluntad de blindarse frente a actuaciones judiciales que reconocen derechos de los ciudadanos. Y a lo mejor no se limitan a indultar urbanizaciones ilegales, sino que entran en ámbitos tan sensibles políticamente como el de la lengua en Cataluña. Quizás sea el de los derechos del colectivo LGTB, la igualdad de género o la educación. ¿Que no tienen competencias los Parlamentos autonómicos? Eso ya se verá en el Tribunal Constitucional un siglo de estos. En ese sentido, Cataluña sigue siendo la avanzadilla de la democracia iliberal en España. Pero me temo que no le van a faltar imitadores.